La guerra civil siria se cuela de nuevo en las agendas de las cancillerías de Estados Unidos, Rusia y Europa merced al éxodo masivo de refugiados sirios que llegan a Europa después de recorrer miles de kilómetros en condiciones precarias y de riesgo altísimo para sus vidas. Una imagen vale más que mil palabras y la escena del niño Aylan muerto en la orilla turca del Mediterráneo despertó la conciencia de Europa a principios de septiembre.
Así surgieron corrientes de opinión pública favorables a los refugiados, un cuarto poder que presiona desde entonces a los gobiernos occidentales para que hagan algo. Estos han respondido de dos formas: han revisado sus opciones para resolver el origen de la crisis, la guerra civil siria, o/y se han centrado en aliviar sus efectos, el drama de los miles de refugiados que llegan a Europa.
Los gobiernos han reaccionado sin concierto. EEUUs ha reanudado los contactos militares con Rusia para coordinar sus acciones militares contra el Estado Islámico y evitar un choque accidental. Rusia refuerza con soldados, aviones y armamento a su aliado, al régimen sirio. Aviones franceses han iniciado operaciones militares contra el Estado Islámico de Irak y Levante (DAESH) en Siria. Alemania se ha erigido en el campeón de la causa de los refugiados sirios. Y Reino Unido y España se han se han comprometido a aceptar más refugiados.
La guerra civil siria
Siria ha explotado en mil pedazos en los últimos cuatro años de guerra civil. El conflicto armado se ha cobrado más de 240.000 vidas y un millón de heridos. La guerra ha desplazado internamente a 8 millones de personas y ha expulsado a más de cuatro millones de refugiados a los países vecinos (Turquía, Líbano, Jordania, Irak y Egipto).
Poco o nada queda de los movimientos sociales que se manifestaron de forma pacífica contra el presidente Bachar al Asad durante la mal llamada Primavera Árabe en 2011. El objeto del enfado popular con esta autocracia árabe no se limitaba a la ausencia de libertades y oportunidades laborales. Protestaban igualmente contra una estructura de dominación heredada de la época colonial en la que la mayoría sunita (alrededor del 65% de la población) se encontraba bajo el yugo de la minoría alauita (una secta próxima a la rama chií del Islam que representa algo más de un 10% de la población). Bachar al Asad, que pertenece a la minoría alauita, sofocó violentamente la protesta y la otrora revuelta pacífica se transformó en una rebelión militar de la mayoría sunita.
Cuatro años de guerra civil han convertido Siria en un Estado fallido en el que tres actores clave se disputan el territorio: el régimen sirio de Bachar al Asad y dos organizaciones terroristas de signo yihadista, el Frente al Nusra y el Estado Islámico de Irak y Levante (DAESH). Estas dos últimas combaten al ejército sirio y, al mismo tiempo, pelean entre ellas.
El régimen sirio del presidente Asad resiste con muchas dificultades en Damasco, en el bastión alauita de Latakia y en la frontera con el Líbano, en este última gracias a la ayuda de la milicia libanesa Hezbollah (alrededor del 20% del territorio sirio). Sus principales apoyos internos se encuentran entre los alauitas y la minoría cristiana. Rusia, Irán y Hezbollah constituyen sus principales pilares externos. Meses de derrotas militares han colocado al régimen sirio a la defensiva, en una situación tan precaria que Rusia ha incrementado considerablemente su asistencia militar en las últimas semanas para evitar su colapso.
Desde finales de 2013 el islamismo radical violento ha ido progresivamente desplazando a los moderados sirios del liderazgo de la lucha contra el régimen sirio. La renuncia del presidente Obama a castigar al régimen sirio cuando éste gaseó y mató a más de 1500 personas en agosto de 2013 fue un punto de inflexión en el proceso de radicalización de la oposición. Desacreditó a la oposición moderada y su brazo armado, el Ejército Libre Sirio, que hasta entonces había movilizado buena parte del apoyo occidental.
Dos organizaciones terroristas compiten actualmente por el liderazgo del campo contrario al régimen sirio, DAESH o Estado Islámico y el Frente al-Nusra. Se financian vía exportaciones clandestinas de petróleo, tráfico de arte, secuestros y donaciones externas. El Estado Islámico, una escisión de Al-Qaeda, es la más fuerte. Su estrategia no es solo militar, es sobre todo política. El Califato declarado el año pasado actúa como un auténtico protoestado en los territorios que controla en Irak y Siria, principalmente a lo largo del Río Éufrates. Allí aplica la Sharia, presta servicios sociales, exporta el petróleo y cobra impuestos
El Frente al Nusra, la filial de Al Qaeda en Siria, constituye el segundo grupo armado más fuerte. A diferencia de DAESH, el Frente al Nusra coordina actividades con el resto de la oposición en la que ha ganado peso. Y participa con otras milicias islamistas en una coalición conocida con el nombre del «Ejército de la Conquista» que hoy amenaza el bastión alauita de Bachar al Asad en la costa mediterránea después de echar al régimen sirio de Idlib.
Un actor menor del rompecabezas sirio es la entidad kurda independiente de facto, Rojava o Kurdistán occidental, en la frontera de Siria con Turquía, que resiste la embestida del Estado Islámico con la ayuda de los bombardeos de los aviones de la Coalición internacional que lidera Estados Unidos contra el Estado Islámico.
Contradicciones, limitaciones y dilemas morales de Occidente en Siria
Las perspectivas de una solución al conflicto no son nada halagüeñas para los próximos meses. Las dificultades son proporcionales a la complejidad que rodea esta guerra civil. La realidad ha superado el carácter sectario que tuvo en sus primeros años y la violencia desatada entre organizaciones suníes ha ganado intensidad, especialmente entre el Ejército de la Conquista, en el que se integra el Frente al Nusra, y DAESH. Esta tendencia no es pasajera. El Institute for the Study of War pronostica que el escenario más probable en los próximos tres meses es una escalada del conflicto entre esas dos organizaciones terroristas.
No es solamente una guerra entre sirios, es también una guerra indirecta patrocinada por potencias extranjeras que proyectan en Siria las tensiones regionales y también globales. Siria forma parte de un teatro de operaciones más amplio (Líbano, Yemen, Irak, Bahrein) en el que Arabia Saudí resiste el ascenso imparable de Irán y éste intenta salvar al régimen de Bachar al Asad para asegurar el corredor de aprovisionamiento de la milicia libanesa Hezbollah.
No son estas las únicas derivadas del conflicto. La cuestión kurda y la lucha entre DAESH y Al-qaeda por el liderazgo global del yihadismo también despliegan sus tentáculos en suelo sirio.
Las derivadas regionales complican la labor de las instituciones internacionales. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el foro encargado de garantizar la paz y la seguridad internacional, se encuentra bloqueado por las divergencias entre Rusia y Estados Unidos.
Sin probabilidad de acuerdo en la ONU, Washington lidera desde septiembre de 2014 una coalición de estados que bombardean al Estado Islámico en Irak y Siria. Sus resultados no son alentadores, las preferencias contradictorias en el seno de la coalición le restan eficacia. La estrategia americana ha logrado solo en parte contener a DAESH pero ha tenido el efecto contraproducente de beneficiar al primer responsable del conflicto sirio, el presidente Asad, tal como advertimos en estas mismas páginas en septiembre de 2014. Esta es una de las razones por la que la estrategia americana no ha logrado implicar de forma satisfactoria a las potencias suníes del Golfo Pérsico en la guerra contra DAESH.
La incorporación de Turquía en agosto pasado a la Coalición contra DAESH evidencia aún más esas contradicciones. Desde entonces el ejército turco golpea con muchísima más fuerza a la guerrilla kurda del Partido Kurdo de los Trabajadores (PKK) que al Estado Islámico. No importa que los kurdos iraquíes, sirios y turcos hayan sido la infantería que ha combatido eficazmente a DAESH en el norte de Irak y Siria.
Esta guerra civil suscita dilemas morales mayúsculos a la comunidad internacional. En 2013 las cosas estaban claras, los buenos eran el Ejército Libre Sirio que había empuñado las armas para defenderse del tirano. Hoy en día, no hay buenos ni malos, salvo los millones de civiles refugiados e internamente desplazados que huyen de la guerra. El ejército sirio y el Estado Islámico martirizan a la población civil por igual. DAESH constituye un mal mayor para Occidente porque atenta en suelo europeo y americano. El régimen sirio es ahora un mal menor y su supervivencia deseable para Occidente: su colapso empeoraría el vacío de poder en Siria y dejaría vía libre al Estado Islámico hasta Israel y el Mar Mediterráneo.
Existen no menos obstáculos para encauzar el conflicto por la vía diplomática. El comunicado de 30 de junio de 2012 de Ginebra I ya no sirve para sentar a las partes en torno a unos principios de acuerdo consensuados. Difícilmente podemos imaginar un gobierno de transición y unidad nacional con miembros del régimen sirio y de la oposición para pilotar la transición a la democracia cuando los pesos pesados de esta última son dos organizaciones terroristas. Ese comunicado tenía sentido cuando el bando rebelde se encontraba en manos de los moderados sirios pero carece de toda lógica en la actualidad.
El futuro de Siria no se encuentra en manos de los sirios y sí, al menos en parte, en las cancillerías de las potencias regionales y de Estados Unidos y Rusia. La resolución del conflicto requiere negociaciones paralelas entre las potencias extranjeras que han metido la cuchara en Siria: Estados Unidos, Rusia, Irán, Turquía, Catar y Arabia Saudí. La otra parte corresponde al yihadismo global, DAESH y el Frente al-Nusra, con los que nadie se sentaría a negociar.
Así las cosas, la guerra civil siria continuará en los próximos meses e incluso años y la prolongación de las hostilidades y la inusitada violencia que emplean las partes agravarán la crisis de refugiados de este verano.
Los refugiados, el bando bueno merecedor de protección.
Ante el dilema moral que plantea la guerra civil siria, la comunidad internacional debe proteger a los millones de refugiados que se apiñan en los países limítrofes y huyen a Occidente. La inmensa mayoría de los sirios, afganos, somalíes o iraquíes que llegan a Europa huyen de sus casas para conservar su vida o preservar su libertad y, como tal, la comunidad internacional debe velar por la salvaguardia de los derechos fundamentales que el país de origen ha dejado de proteger. Son obligaciones derivadas de la Convención que regula el Estatuto del Refugiado de 1951 y del resto del derecho internacional.
Sin embargo, Europa no solo rehúye el cumplimiento de sus obligaciones, también se distancia de los valores de la solidaridad de los que tanto alardea. Al igual que EEUUs. Llama la atención la cicatería de los gobiernos europeos a la hora de asumir cuotas de refugiados en comparación con las cifras desorbitadas que albergan los países vecinos de Siria, que son a su vez mucho más pobres que Occidente: casi dos millones en Turquía, uno en el Líbano y más de medio millón en Jordania. Es peor aún. Según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la inmensa mayoría de esos refugiados viven fuera de los campamentos y en la más absoluta pobreza, entre otras cosas, debido a los problemas de financiación de los programas de refugiados de la ONU.
Y, por último, Europa desaprovecha una oportunidad como apuntaba la OCDE hace unos días. Si las oleadas de recién llegados son bien gestionadas aportarán beneficios económicos y sociales a los países de acogida. Entre el 30 y 40% de los sirios que llegan a Europa tienen carrera universitaria. Y esos refugiados (y también los inmigrantes) pueden cubrir los huecos que la baja natalidad no hace con el fin de aumentar la población activa para pagar las pensiones del futuro en un continente aquejado de un problema muy grave de envejecimiento.
José Luis Masegosa Carrillo,
Analista de política internacional de Arco Europeo Progresista, septiembre de 2015
@joseluismase / Blog La mirada a Oriente