A vueltas con la Izquierda

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¿Qué ha sido y es la izquierda? Contestar en un artículo a esta pregunta es temerario, pero ante el auge de discursos que defienden la superación de la dicotomía entre derecha e izquierda, conviene reflexionar sobre esta cuestión y aportar algunos elementos históricos. Curiosamente los que critican estos dos conceptos políticos vienen de formaciones y grupos con propuestas harto distintas entre sí, lo que hace que podamos estar ante algunos posicionamientos actualizados del sempiterno populismo. Y, sin lugar a dudas, estaríamos ante populismos de derecha y populismos de izquierda, aunque ellos abominen de todas estas denominaciones. En este artículo solamente nos referiremos a los segundos. Un breve repaso sobre lo que ha sido y es la izquierda podría ayudarnos a ver las cosas con más perspectiva.

La izquierda es un concepto político que tiene un curioso origen, como el de la derecha. Al parecer, el término nació en  la Revolución Francesa. Los miembros que defendían los principios republicanos, de extensión de los derechos, y la igualdad se sentaban en la parte izquierda de la Asamblea. Como una tradición, con el tiempo la mayoría de las izquierdas occidentales siguen ubicándose en esa zona de sus respectivos parlamentos.

En el siglo XIX, cuando se terminó con el Antiguo Régimen, la sociedad estamental y la monarquía absoluta, el concepto de izquierda pasó a designar a los sectores liberales más radicales o democráticos que luchaban contra el liberalismo conservador o doctrinario, defendiendo el establecimiento del sufragio universal. Pero muy pronto el término se aplicó al naciente socialismo y al anarquismo, a las fuerzas que cuestionaban el nuevo orden imperante burgués de forma más clara y contundente. En ese momento nació una característica de la izquierda, su heterogeneidad interna, ya que solamente uniría a todas estas fuerzas su voluntad transformadora, pero con fines y, sobre todo, medios muy distintos. Eso provocó ya en el siglo XIX y durante todo el XX grandes enfrentamientos en su seno. En primer lugar, se produjo la división entre los socialistas utópicos y los marxistas. Los primeros querían llegar al cambio a través de fórmulas y modelos paralelos que cambiarían de forma pacífica las estructuras de explotación a través de la supuesta imitación de estos ejemplos, mientras que los segundos consideraban estos métodos una pérdida de tiempo y basados en imposibles altruismos. El marxismo hacía un análisis científico de la realidad y la historia a través del concepto de lucha de clases y de la revolución como conquista del poder para transformar completamente la sociedad. Pero, una vez superado este conflicto, con la victoria de los segundos, muy pronto estallaría uno de mayor calado, entre los socialistas reformistas o revisionistas y los revolucionarios. Los primeros postulaban la participación en los sistemas políticos que iban evolucionando de liberales a democráticos para transformar el sistema y arrancarle conquistas sociales, frente a los segundos que hablaban de traición a la ortodoxia marxista porque se abandonaba la revolución como instrumento fundamental de transformación. Con el tiempo esta disputa se transformaría en la que tendrían los socialistas con los comunistas, nacidos a partir del éxito de la Revolución Rusa.

Mientras estas controversias se dirimían tenía lugar otro intenso debate entre el socialismo y el anarquismo, ya que éste abominaba de la lucha política y consideraba, además, que no sólo el proletariado era el protagonista exclusivo de la lucha transformadora, frente a la importancia que los socialistas de uno y otro signo daban a la política y al proletariado. Pero también había diferencias profundas en el seno de los libertarios, entre el anarcosindicalismo, el anarcomunismo y los defensores de las ideas de Bakunin, así como con aquellos anarquistas que tendieron hacia la práctica de la violencia y el terrorismo.

A partir de la Segunda Guerra Mundial, el socialismo en Occidente abandonó definitivamente todas las pretensiones revolucionarias por la aceptación plena del juego democrático, caracterizándose por la defensa de las libertades pero, sobre todo por la lucha por la igualdad, a través del establecimiento del Estado del Bienestar. Este nuevo Estado se financiaría a través de políticas fiscales progresivas, que transferirían parte de los beneficios de un sistema capitalista, que no era abolido, hacia servicios fundamentales para todos: sanidad, educación, pensiones, subvenciones, etc… El éxito de este modelo hasta la crisis de los años setenta convirtió a la socialdemocracia europea en la izquierda hegemónica en Occidente. La izquierda al otro lado del muro de Berlín construyó un sistema político totalitario bajo el paraguas de la denominación de “democracia popular”, con una economía fuertemente vinculada a la URSS, dotando de servicios básicos a toda la población. El espíritu revolucionario de la izquierda se esfumó de Europa y recaló en muchos movimientos de liberación en el Tercer Mundo, con especial protagonismo en América latina. La caída del Muro de Berlín terminó con el modelo comunista. China inventó un modelo propio de capitalismo salvaje y totalitarismo político.

La crisis de los años setenta desbancó a la izquierda de su hegemonía en Europa  occidental. Las posteriores décadas han producido una fuerte crisis en la misma, porque terminó por adoptar algunos presupuestos económicos neoliberales, aunque mantuvo o potenció su encendida defensa de los derechos de los grupos que sufrían algún tipo de discriminación (mujeres, gays, dependientes, tercera edad…). En los momentos de auge económico, como el que tuvo lugar en la primera mitad de la década inicial del siglo XXI, esa izquierda gestionó parte de los beneficios obtenidos a favor de la financiación del Estado del Bienestar y de los más desfavorecidos. El problema llega con la última crisis, que aún no hemos superado, porque la socialdemocracia europea no puede o no sabe plantear una firme defensa de dicho Estado del Bienestar y es barrida del poder por un discurso neoliberal basado en los argumentos sobre lo supuestamente caro que es dicho Estado y sobre el derroche de las cuentas públicas, cuando la raíz de los problemas reside en otros lugares como son los relacionados con la especulación, la desregulación salvaje o las no emprendidas reformas fiscales progresivas.

Las políticas neoliberales actuales desde la Unión Europea y los gobiernos, y la constatación de una socialdemocracia desorientada o angustiada entre su alma de cambio y su respeto escrupuloso a las reglas del juego, han provocado no el resurgir del comunismo sino la explosión de movimientos de protesta que plantean de forma muy clara los vicios del sistema y denuncian las consecuencias brutales entre los desfavorecidos por la austeridad salvaje y sin contemplaciones. Esos movimientos se están transformando en nuevas estructuras para competir en la política frente a los partidos tradicionales. Sus discursos calan porque hacen denuncias muy certeras y plantean alternativas muy nítidas. Lo que no está tan claro es si todas las propuestas son realizables y si parte del discurso no parece un tanto populista. En todo caso, legítimo es su concurso en la política y las descalificaciones hacia sus miembros y propuestas no son el camino a seguir. Esa es la estrategia que gran parte de la derecha ha emprendido, dada su inveterada carencia de educación democrática, pero esa no puede ser, bajo ningún concepto, una opción que deba seguir la izquierda. En primer lugar, porque no han surgido por ningún experimento mediático, ni han sido inducidos por supuestas malévolas conspiraciones internas o externas, sino por el egoísmo de unos y el ensimismamiento de otros, ante una situación intolerable para muchos. Y partiendo de ese análisis, y con serenidad, está muy claro y es muy legítimo que sus propuestas pueden ser debatidas y criticadas, sin ningún temor a nada, especialmente aquellas que hablan de la supuesta superación de la derecha y la izquierda o de la casta, latiguillo y ya casi un lugar común que se aplica a todo sin un análisis riguroso de cada situación o caso. Es la hora de que el socialismo siga planteando sus alternativas y establezca un claro y enriquecedor discurso polémico con aquellos que, al parecer, han decidido que no son de derechas ni de izquierdas.

Eduardo Montagut

Sobre la demagogia

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En las sociedades democráticas donde es tan importante conquistar a la opinión pública la demagogia constituye un factor que aparece con frecuencia, con mucha frecuencia en los últimos tiempos. En este artículo intentaremos acercarnos a este concepto que, como todos, adquiere distintos significados en la Historia.

En Atenas, la demagogia se consideraba como la forma de conducir o guiar al pueblo. El demagogo era el político que conseguía que se votaran favorablemente sus propuestas en las asambleas, ya que tenía esa capacidad, considerada como una virtud. Este sería el aspecto positivo del concepto, pero ya en la misma Grecia adquirió una consideración negativa, como aparece formulada en la clasificación aristotélica de las formas de gobierno. La demagogia sería aquella forma de gobierno en la que el ejercicio del poder se realizaría por la mayoría dirigente en beneficio propio, pero sin preocupación alguna por el interés general. Aristóteles consideraba que no había demagogia en las democracias donde imperaba la ley, pero si el pueblo se hacía con el poder afloraban los demagogos dedicados a adularlo.

En nuestro sistema político la demagogia está asociada a la capacidad de engañar a la opinión pública con técnicas persuasivas de dudosa legitimidad. Viene muy asociada al populismo, es decir, a aquella práctica política que pretende, aparentemente, atender a los intereses del pueblo. Los líderes populistas intentarían ganarse a un sector amplio de los votantes o de la población por medio de oratorias hiperbólicas, algo muy evidente en gran parte del siglo XX y de lo que llevamos del XXI, y con argumentaciones simples que no ahondarían en la complejidad de un asunto o de un problema que afectaría a la colectividad o parte de la misma. En el discurso demagógico suele apelarse a las emociones, bajas pasiones y prejuicios sociales. En nuestro país, atendiendo al siglo que hemos dejado atrás, podemos recordar los discursos anticlericales del primer Lerroux como “emperador del Paralelo”, entre varios ejemplos que podríamos citar.

Creemos que en la actualidad prima más la cuestión de los argumentos populistas que el encendido verbo en sí, quizás porque hay cierta prevención debida a la experiencia histórica del pasado siglo, lleno de líderes políticos de exaltada oratoria. Ahora existen hábiles políticos y comunicadores que plantean las cuestiones de forma parcial e interesada y que conectan claramente con amplios sectores sociales. No dan cabida a sosegados debates donde se puedan analizar las distintas facetas de los asuntos y problemas porque se desmontarían sus “medias verdades” y los atajos argumentativos. La cuestión de la demagogia puede conectarse, también, con el grado de cultura política de un país, con la diversidad y calidad de sus medios de comunicación, así como con la relación de éstos con los poderes políticos y económicos.

La demagogia ha interesado a muchos teóricos por las consecuencias que puede generar su extensión, como es el deterioro del sistema político democrático y que puede conducir a amplias capas sociales hacia la tentación violenta o autoritaria. En este sentido, el interés de los historiadores del mundo contemporáneo es, lógicamente, evidente.

Eduardo Montagut

PSOE: ¿Por donde empezar?

JAGR

Debe huir cualquier Partido, especialmente en una sociedad democrática avanzada, de postulados dogmáticos o inmovilistas pues, tarde o temprano, colisionarán con la realidad social vigente en cada momento. Ahora bien, la idiosincrasia de un Partido no puede prescindir de sus orígenes con el pretexto de que ha evolucionado la sociedad en sus factores económicos, psicosociales, políticos y culturales, pues fueron sus primeros pasos los que contribuyeron a darle su razón de ser. El conseguir el equilibrio entre la razón de ser originaria de una formación política, que nunca debe perderse, y la nueva realidad social, es lo que hará a un Partido creíble para los ciudadanos y, por ello, fuerte en el escenario político.

Recordemos que la socialdemocracia europea tiene unos cimientos marxistas, a pesar de su proceso de transformación iniciado en noviembre de 1959, en Bad Godesberg, distrito de Bonn, cuando en el Congreso extraordinario de la socialdemocracia alemana (SPD), se renunciaba al marxismo como ideario político y se aceptaba la economía de mercado. Igualmente, en un Congreso de 1979 con una democracia todavía frágil, el PSOE, a propuesta de Felipe González, declaró su abandono de los postulados marxistas.

Evidentemente, la renuncia al marxismo era un brindis al sol pues, como decía Tierno Galván, lo que deben discutir los partidos socialistas no es si son marxistas o no, porque “si son socialistas son marxistas y no cabe otra cosa” (conferencia sobre Marx y Engels, del 10 de octubre de 1978, en Madrid). La declarada renuncia al marxismo lo que realmente pretendía era justificar la apertura de los partidos socialdemócratas europeos a las directrices neoliberales que se dictaban desde los focos de poder económico-financieros. Es fácil colegir que esta entrega al neoliberalismo se hizo porque dichos centros de poder contaban ya en la socialdemocracia con dirigentes sensibles a sus intereses.

Ni las quiebras de grandes imperios como Enron, Parmalat o Lehman Brothers (entonces primer banco de inversión del mundo) ni los rescates financieros a Portugal, Grecia e Irlanda, sirvieron para poner en entredicho las políticas ultraliberales que impulsaron en los años ochenta y noventa la desregulación total, los créditos baratos y la anulación, en 1999, del Glass Steagall Act o el Banking Act de 1933, que declaraba incompatibles las funciones de los bancos de depósito y de los bancos de inversión. La propia Oficina de Evaluación Independiente del Fondo Monetario Internacional (FMI) reconoció que las opiniones predominantes neoliberales determinaron que el FMI favoreciera, entre 2004 y 2007, las prácticas en “innovación financiera” que dieron lugar al desastre de las subprime o hipotecas basura. Con el tiempo la socialdemocracia, pasiva ante tan colosales desastres, fue tan irreconocible para sus votantes que éstos fueron apartándose paulatinamente, a veces de forma tan trágica como en el reciente derrumbe del Partido Laborista Holandés o, pocos años antes, del PASOK griego.

Según se ha ido produciendo la integración de los aparatos de los partidos socialdemócratas en la estructura de poder económico y financiero (con puertas giratorias cada vez más frecuentes), estas formaciones políticas han ido abandonando paulatinamente su razón de ser originaria, dando lugar a la aparición de movimientos contestatarios en Europa (según el país, de extrema derecha o de extrema izquierda), que han canalizado el rechazo que las políticas neoliberales y la corrupción han creado entre los ciudadanos.

En España resulta inexcusable recordar que en este contexto de hegemonía neoliberal se aprobó, en septiembre de 2011, la reforma del artículo 135 de la Constitución durante el Gobierno de Rodriguez Zapatero, sin consulta ciudadana y con el apoyo entusiasta de la derecha. La reforma constitucional que tenía por objetivo reducir la prima de riesgo no evitó que en 2012 ésta alcanzara el récord de 694 puntos básicos, lo que provocó un aumento desmedido de la deuda pública, el rescate de la Troika para aliviar el sistema financiero español y, a la vista de los resultados electorales, un desgaste constante del PSOE.

Ante este panorama desolador, el mayor reto que afronta en estas primarias el PSOE no es el de elegir un Secretario General, sino el de reconocerse en su propia identidad ideológica, es decir, el que siga siendo un grupo coherente (no confundir con homogéneo) con una común visión del mundo, con unas mismas normas éticas, con una dialéctica interna constructiva y con una interrelación personal no frentista, condiciones todas ellas que exigen su impermeabilización frente a los centros de poder económico-financieros neoliberales.

La cuestión, pues, se centra en dilucidar que es lo que realmente va a ser el PSOE como formación política ya que, ante todo, es necesario que existan criterios que definan la pertenencia al Partido, esto es, que establezcan un marco que determine que colectivos se sienten identificados. La adhesión a un Partido se caracteriza no sólo por el hecho de considerarlo cercano a nuestras convicciones, sino porque le consideramos el vehículo a través del cual damos fuerza e impulso a nuestra voluntad política. Como dice Félix Tezanos en su reciente artículo “¿La socialdemocracia secuestrada?”, esta situación es “Algo que no se puede arreglar ni con -buenismos unitarios-, tan ingenuos como inespecíficos, ni con manifestaciones elementales de -voluntad de ganar-”.

Afortunadamente, hay una novedad relevante que ha irrumpido en el curso del socialismo español del siglo XXI, destinada a determinar el futuro del PSOE durante los próximos años: la conciencia de los militantes de que son ellos, y no sus élites, los que deben decidir el rumbo del Partido, como el mejor antídoto contra la extraordinaria fuerza del poder económico y de los medios de comunicación (a veces difícilmente distinguibles de los primeros, lo que llega a manifestarse con la intoxicación informativa).

En este clima de ilusión renovada debe destacarse el documento titulado “Por una nueva social democracia” de un grupo de militantes autodenominado “Somos socialistas”, encabezado por el ex Secretario General Pedro Sánchez, en el que se afirma que “la cohesión de los socialistas exige un debate de ideas urgente y reclamado por la militancia sobre la redefinición del proyecto del PSOE y de la socialdemocracia”.

Con independencia del resultado de las primarias, el proyecto de reconstrucción de una política genuinamente socialista debe continuar pues de su éxito depende la propia supervivencia del PSOE tal y como fue concebido. En conclusión, el PSOE debe empezar por el propio PSOE.

José Antonio García Regueiro, es Presidente de Arco Europeo Progresista.

Ex Letrado del Tribunal Constitucional.

La ideología

CURVA

En esta crisis general de casi todo vuelven a aparecer los que nos hablan de la superación de las ideologías y del consiguiente final de la confrontación entre izquierda y derecha, o de “rojos” y “azules”, según las denominaciones que un líder adornado en el color naranja nos ha repetido en más de una ocasión. Al parecer, se sigue haciendo necesario explicar qué es la ideología y que está presente en todo lo que se dice, hace o se deja de hacer en esta vida Es más, su mensaje tiene, como no podía ser de otra manera, una carga ideológica casi meridiana, eso sí, adornada con concesiones al otro lugar ideológico. Al parecer, algo parecido, aunque no tan notorio, cunde también en los líderes de otra formación de color morado, pero, sobre todo, amiga de la geometría circular, y de una preocupación en crear algo supuestamente nuevo, la confrontación entre los de abajo y los de arriba.

Al parecer, el concepto de ideología tiene un origen francés, y se referiría al estudio de las ideas. El emperador Napoleón inauguró la concepción negativa de la ideología al calificar como tal los pensamientos abstractos y críticos de determinados sectores intelectuales contrarios a su gobierno. Este sentido peyorativo tendría mucha fortuna en el futuro, adaptándose a otras situaciones o contextos. Pensemos en la dictadura franquista y su condena de las ideologías y del propio concepto mismo, y que tanto sigue calando en determinados sectores políticos y, por supuesto, ideológicos de nuestra sociedad.

Pero ya en el propio siglo XIX el concepto de ideología evolucionó y pasó a designar a un conjunto ordenado y coherente de ideas, creencias, conceptos, imágenes y hasta mitos y prejuicios. Las ideologías pueden ser creadas por un individuo o por grupos. Pretenden influir de manera general sobre la organización y el ejercicio del poder en una sociedad. Es un instrumento de transformación o conservación del poder.

La ideología se basa en una especie de doble convicción. En primer lugar, el mundo existente en el momento de su formulación obedecería a unas relaciones económicas, sociales y políticas determinadas. Pero, además, que dicho orden debe modificarse. Algún autor considera que, al final, las ideologías son conservadoras, aunque todas hablen de la transformación y no de la preservación de esa realidad en la que nacen y pretenden actuar. El marxismo, por su parte, hablaba de la ideología burguesa como una superestructura encargada de justificar y perpetuar las diferencias de clase.

Las ideologías crean símbolos que las identifican y que también buscan generar adhesiones, aunque pueden o suelen producir rechazos. En algunos casos potencian la unidad de grupos o pueblos. Pero, sobre todo, dotan a los miembros que las profesan de la idea o ilusión, en el buen sentido del término, de que tienen fines comunes y con un determinado sentido. Por eso la ideología moviliza a esos miembros, ya que les convence de que para conseguir o defender esos fines hay que participar políticamente. Así pues, la ideología genera movimientos políticos, los partidos, por ejemplo, para que sus principios o contenidos abstractos se concreten.

Eduardo Montagut. Doctor en Historia.

Problemas relativos a los cauces para la participación política

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Viñeta del diario El Mundo

En tiempos de mordazas, de miedo a las libertades, de represión de algunos de los cauces por los que los ciudadanos y las ciudadanas pueden participar en la política, intentaremos hacer algunas reflexiones sobre este aspecto capital de una democracia.

La participación política puede definirse como la acción a través de la que un individuo o un grupo, que, en principio no estaría formalmente designado para tomar decisiones políticas, pretende intervenir en ese proceso. Se puede dar de distintas formas, y que pueden o no ser conformes a las reglas de juego establecidas para encauzar dicha participación. Tradicionalmente, se considera que las acciones emprendidas por los movimientos que cuestionan el sistema son los que emplean métodos ilegales, pero no debe olvidarse que hay grupos perfectamente integrados en el sistema que tienen intereses que no confiesan explícitamente y que emplean medios poco ortodoxos en una democracia para influir en los poderes públicos para conseguir sus fines. Es, por eso, que el término “antisistema” debe ser relativizado o aplicado también a los grupos teóricamente legales.

En una democracia la fórmula principal de participación política es el sufragio universal, que es el método para elegir los representantes políticos que dirigen las instituciones. Además, se trataría de un ejercicio periódico, perfectamente regulado. Es una fórmula indirecta y en un momento determinado, aspectos que constriñen mucho el sentido primigenio de la democracia, al dar un excesivo protagonismo a los partidos políticos. Al final, existe la sensación de que la influencia efectiva de los que votan es insignificante o poco importante o relevante. Pero, bien es cierto, que si no existiera este mecanismo estaríamos hablando de una dictadura. En este sentido, en nuestro país se está desarrollando un intenso debate público sobre la mejora de la democracia representativa para dotarla de atributos de una democracia participativa, aunque no es fácil vertebrar esos mecanismos.

Existen otros medios para influir sobre las decisiones políticas, además de la elección o selección de los que las toman. Para ello es fundamental el reconocimiento de los derechos de reunión, manifestación, asociación y la libertad de expresión. Si debemos avanzar en la calidad democrática, algo que no interesa a la derecha española por su inveterado conservadurismo, ahora nos preocupa más que la ley mordaza supone un ataque completo a esos otros cauces para la participación política de los ciudadanos y ciudadanas en relación con los derechos y libertades enunciados. Aquí ya no sabemos si estamos hablando de conservadurismo, sino de algo mucho más grave, que nos hace retroceder a épocas pasadas. La derecha tiene pánico a innovar en calidad democrática y a que los españoles se pronuncien en los espacios públicos sobre lo que está pasando y sobre lo que les está pasando.

Eduardo Montagut