Aproximación al integrismo español decimonónico

Toledo

Catedral de Toledo

En este artículo estudiaremos la ideología del integrismo y su articulación política en la segunda mitad del siglo XIX en España.

La ideología integrista se basaba en dos pilares: la condena papal del liberalismo y la utilización de la religión como opción política. En las encíclicas Mirari Vos (1832) de Gregorio XVI y Sylabus (1864) de Pío IX se condenaba sin paliativos el liberalismo y se prohibía a los católicos aceptar la separación Iglesia-Estado, la libertad de cultos, el origen humano de la autoridad, es decir, la soberanía nacional, la competencia de las autoridades civiles en materias como la enseñanza o el matrimonio y, por fin, la democracia.

En España el integrismo tenía forzosamente que vincularse al carlismo, pero dicha asociación no fue automática ni completa. El integrismo comenzó a articularse a partir de los años sesenta del siglo XIX de la mano de Cándido Nocedal con la creación de un partido neocatólico que, en el Sexenio Democrático, se acercaría a la causa carlista. Nocedal se hizo con la jefatura del Partido Carlista y lo orientó en este sentido católico integrista. En esta misma época se inició con fuerza el activismo político de su hijo Ramón, especialmente en lo que se refiere a la propaganda, ya que comenzó a difundir las ideas integristas desde el “El Siglo Futuro”. Así pues, el objetivo de ambos Nocedal era ensanchar la base social y electoral del integrismo, queriendo superar lo estrictamente carlista en vista de las derrotas militares que estaba padeciendo después que Cánovas del Castillo se planteara de forma prioritaria acabar con el conflicto bélico, involucrando a Alfonso XII, como modelo de rey-soldado. Pero en el trabajo de hacerse con el espacio político que venía ocupando el carlismo desde los años treinta se presentó un competidor en la figura de Alejandro Pidal que, en 1881 fundó la Unión Católica, consiguiendo atraer a algunos sectores carlistas a la órbita de Cánovas. A la muerte de Cándido Nocedal en 1885, su hijo adquirió todo el protagonismo político en el seno del integrismo.

En 1887 salió a la luz el panfleto del cura Sardá, titulado muy significativamente El liberalismo es pecado, especie de catecismo o programa del integrismo, una ideología que no podía aceptar ninguna premisa o postulado liberal, ni tan siquiera en su versión doctrinaria o más conservadora. En lo organizativo el integrismo se articuló como partido político en España a partir del Manifiesto de Burgos del año 1888. Los integristas incorporaron las doctrinas políticas de la Iglesia, insistiendo en la crítica a la libertad de cultos, a la separación de la Iglesia del Estado, y a la libertad de cátedra y de la ciencia, precisamente en un momento en el que comenzaban con fuerza los impulsos renovadores en la educación y la ciencia españolas de la mano de la Institución Libre de Enseñanza.

El integrismo terminó agotándose por la tendencia a los enfrentamientos en su seno, aunque la Iglesia Católica española se empeñó en intentar aunar las diferencias internas para poder presentar una causa fuerte y común, por lo que se organizaron diversos congresos y reuniones con un evidente fracaso. En todo caso, tuvieron una destacada presencia pública en la España de finales del siglo XIX, ya que no era infrecuente que se manifestaran en peregrinaciones, rosarios y marchas. Esa presencia, a pesar de su evidente debilidad política, enconó los ánimos del anticlericalismo español.

El movimiento se debilitó cuando Ramón Nocedal murió en 1907. Muchos integrantes del integrismo terminaron por vincularse a las distintas extremas derechas que fueron surgiendo en los años veinte y treinta en España.

Eduardo Montagut. Doctor en Historia.

Psicoanálisis y religión

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Cristina Jarque en el centro[1]

A partir de la escucha de sus pacientes, Freud descubrió que la religión tenía un papel primordial a la hora de apaciguar las angustias del alma humana. El descubrimiento del inconsciente permitió comprender que la figura de Dios (como un gran Padre Divino) ayudaba psíquicamente a los sujetos; sobre todo a aquellos sujetos que no encontraban en el padre terrenal la solución al desamparo y al abandono existencial al que nos enfrentamos todos los sujetos humanos. Sabemos que esas primeras frustraciones de desamparo y abandono se viven primero en la infancia pero después, en la edad adulta, continúan sintiéndose porque el sujeto necesita tener una imagen simbólica de la paternidad y una sensación de amparo y protección. Es comprensible entender que debido a que todos los padres terrenales tienen falla, el sujeto necesite sustituir esos padres terrenales por figuras más poderosas, completas, sin falla y así aparece entonces el nombre de Dios, es decir: como una necesidad de la naturaleza psíquica del ser humano.

Esa omnipotencia divina ese gran Dios es lo que Lacan más adelante llamará el Gran Otro. Freud escribe en Tótem y Tabú que la religión aparece causada por la culpa de los hijos, asesinos del padre. La gran angustia por la culpabilidad del parricidio se va a apaciguar por una sumisión obediente. El parricidio da lugar a la neurosis que se funda en un miedo atroz que siente el sujeto por ese parricidio, la salida entonces es una neurosis obsesiva donde la religión tiene prioridad para que el sujeto pueda evadirse de una realidad que lo llena de una culpabilidad ansiosa y donde el superyo se instala como heredero del Complejo de Edipo para mortificar al sujeto por su acto infame (el parricidio). Por eso se dice que la religión es producto de una gran neurosis obsesiva, colectiva. Los rituales, el culto, la piedad, se convierten en el ceremonial sustitutivo y perseverante de los neuróticos obsesivos. Todo esto es muy patológico, así que cabe preguntarse ¿por qué siguen vigentes las religiones? La respuesta que encuentro tiene que ver con las psicosis. La religión y las obsesiones religiosas son muchas veces mecanismos de defensa para que el sujeto no caiga en la psicosis que ocurre cuando el Nombre del Padre es forcluído, cuando la función paterna no se logra instalar en la psique del sujeto. Por eso muchos sujetos siguen devotamente los mandatos religiosos en los que se han educado.

En relación a esos sujetos tan fanáticamente religiosos, el psicoanálisis tiene poco valor porque esos sujetos necesitan promesas de felicidad eterna y el psicoanálisis no promete la felicidad y mucho menos la eterna. Freud mostró en su texto del Moisés que el cielo está vacío, se postuló entonces que Dios es inconsciente y esta verdad fue reanudada por Lacan a través de su declaración: El Otro no existe. Estas afirmaciones colocan al psicoanálisis como una práctica del ateísmo, pero muchos sujetos no logran sostenerse en el ateísmo, necesitan creer que el Otro si existe para dar sentido a sus vidas y no caer en el sin sentido o en la angustia existencial causada por la radical soledad ante la ausencia de Dios. Todo… menos eso. Por ello vemos cómo hoy en día el mundo entero se estremece ante los atentados terroristas, las catástrofes originadas por sujetos que creen que deben hacerlo para después tener una recompensa… allá en el cielo, donde los espera su gran Dios para recompensarlos.

«Nos encontramos en un régimen donde reina el terror, cuando lo peor puede producirse en cualquier momento y dondequiera. Este terror hunde al sujeto en el pavor. El pavor se produce en un momento en el que el sujeto es introducido sin advertencia simbólica en lo real de su cuerpo por un acto de violencia. Esta ausencia de señal de un peligro es la causa mayor del traumatismo que se vinculó con un traumatismo de guerra, sin tener los beneficios de un reconocimiento simbólico»[2].

Para mí, es un mundo donde la palabra no logra controlar eso que Lacan llamó Lo Real.

Lo Real dice Lacan es del orden de lo imposible, es decir, del orden de lo misterioso, lo enigmático, lo obscuro, porque está del lado de algo negro que angustia y que confronta al sujeto al vacío, al hueco profundo, a la angustia existencial, al sin sentido, al profundo pavor de la verdad, a La Cosa (Das-ding). Esto Real tiene relación con la violencia, porque la violencia surge de la rebeldía del sujeto ante la frustración de no encontrar respuestas a sus preguntas. Esa rebeldía está causada por la impotencia ante todas aquellas injusticias que no comprendemos, pero en algunos sujetos se radicaliza de tal manera que no encuentran otra salida que la violencia radical y extrema por la imposibilidad de encontrar un ideal de funcionamiento puro, un sistema de gobierno perfecto. Estamos por ello en un mundo donde ya se ha cruzado el límite porque la palabra ya no es suficiente para lograr el vínculo social y el intercambio. No obstante, el psicoanálisis no claudica y por ello, mientras los psicoanalistas tengamos voz, seguiremos promoviendo el poder de la palabra como portadora del vínculo social y del intercambio para lograr dar lugar al deseo del sujeto. Porque nuestra apuesta es que este deseo que surge de la escucha psicoanalítica, sostenido siempre por el amor, logre triunfar sobre la patología del goce devorador, de la violencia y de la destrucción que, lamentablemente imperan hoy en día, en la sociedad en la que vivimos.

Cristina Jarque

[1] Cristina Jarque es psicoanalista en Toledo, fundadora de Lapsus de Toledo, Vicepresidenta de la Fundación Europea para el psicoanálisis, presidenta de la coordinación de los libros de psicoanálisis Lapsus de Toledo, creadora de los monólogos femeninos, miembro de Arco Europeo Progresista[2] Texto del coloquio de la FEP en Santiago de Compostela «El psicoanálisis y lo sagrado», titulado: ¿Para qué sirve la religión hoy en día? Christian Hoffmann, psicoanalista en París, director de psicoanálisis en Universidad Paris-Diderot

 

 

 

Teoconservadurismo

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La Iglesia española sigue defendiendo el teoconservadurismo, a pesar de los aires frescos que, en cierta medida, pudieran proceder del Vaticano. El teoconservadurismo puede ser definido como un movimiento religioso que hace una nueva formulación de la tradicional teocracia de la Iglesia Católica. La teocracia es una concepción que supedita el poder temporal al espiritual, pero, lógicamente, esta teoría tiene que ser defendida en las democracias de forma distinta a cómo se formulaba y desarrollaba en el Antiguo Régimen con sociedades estamentales tradicionales muy controladas y con monarquías absolutas de derecho divino, no valiendo, tampoco el discurso nacional-católico, en el caso español, porque está salpicado con la mancha indeleble del franquismo, aunque eso no impida que algún eclesiástico añore aquella etapa histórica.

El teoconservadurismo se desarrolla en relación con el neoconservadurismo y el neoliberalismo que, en los ochenta, comienzan a hacer furor en las tendencias y formaciones políticas de la derecha. Juan Pablo II resucitó la vieja máxima de la Iglesia que establecía que fuera de la misma no habría salvación y encuentra una respuesta favorable a sus tesis en los máximos mandatarios occidentales, en Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que sin ser católicos comprenden que la Iglesia Católica es un poderoso aliado ideológico no sólo en su lucha contra el comunismo sino, también en su cruzada por el rearme moral conservador paralelo al triunfo del neoliberalismo económico, ya que el Papa prima el discurso moral sobre el de la justicia social, más propio de la democracia cristiana tradicional. El teoconservadurismo encuentra en Benedicto XVI un teórico mucho más fino y sofisticado, aunque ya había ejercido su influencia en el pontificado anterior. En la encíclica Spe Salvi (2007) la democracia es considerada como una verdadera falacia porque se basaría en la soberanía popular que no estaría supeditada a la voluntad divina que administra la Iglesia Católica.

En realidad, se está diciendo, con otras palabras, que la soberanía debe regresar a su verdadero origen divino, es decir al lugar donde estuvo hasta que se produjo la Revolución francesa. De ese modo, la Iglesia decide intervenir y presionar, con los medios de la sociedad moderna, en las materias en las que considera que tiene potestad absoluta, abandonando el espíritu tolerante del Concilio Vaticano II, como son las cuestiones referidas a la reproducción artificial, la investigación médica con células-madre, los derechos de gays, lesbianas y transexuales, las terapias contra el dolor, la eutanasia, el aborto, el matrimonio, el divorcio y la educación, cuestionando la potestad del poder legislativo para legislar en un sentido que no sea el estrictamente marcado por la moral católica en su versión integrista. Eso supone, por un lado, un ataque a la legitimidad de las instituciones de un Estado democrático y, por otro, el intento de imponer una determinada moral a toda la sociedad.

En el caso español, esta tendencia del teoconservadurismo encuentra en el Partido Popular un gran aliado, primero en Aznar y Mayor Oreja, pero, y luego en algunos de los ministros del primer gobierno de Rajoy, de mucho mayor perfil ideológico, como lo demostrarían los ministros Fernández Díaz, Gallardón y Mato.

Eduardo Montagut. Doctor en Historia.

¿Por qué matan? Sobre el proceso de radicalización

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Si bien los procesos de radicalización yihadista constituyen un asunto en los márgenes de este Blog, todos estamos conmocionados por el atentado de Barcelona que sesgó las vidas de 15 personas el pasado jueves 17 de agosto y a muchos de nosotros nos asalta una pregunta: ¿qué les ha ocurrido a este grupo de jóvenes para matar de forma indiscriminada y querer incluso cometer una salvajada mayor? La respuesta que trasladan instituciones, medios de comunicación, think-tank y líderes de opinión es que estos jóvenes se han radicalizado.

En las próximas líneas recogeré una serie de teorías que aportan algo de luz sobre este fenómeno. Dos advertencias previas, el fenómeno de la radicalización es complejo y exige huir de los clichés y de las simplificaciones. Y una crítica al enfoque que asumo en este artículo: la mayor parte de los modelos abundan en los factores explicativos de la radicalización; no obstante, la inmensa mayoría de los individuos pertenecientes a las colectividades afectadas no están radicalizados – en Europa viven más de 20 millones de  musulmanes.  Algunos autores sostienen que quizás convendría poner el acento en el otro lado de la moneda y preguntarse por qué muchísimos jóvenes musulmanes no han sido seducidos por la retórica de la radicalización.

Cuando hablamos de radicalización nos referimos a una senda que una persona recorre para convertirse en un extremista. Por su parte, la radicalización yihadista se define, siguiendo a  Fernando Reinares y Carola García-Calvo del Real Instituto Elcano, como un proceso a través del cual un individuo adopta actitudes y creencias que justifican el terrorismo inspirado en una versión salafista y a la vez belicosa del credo islámico.

A la hora de explicar qué razones llevan a los individuos a adoptar esas creencias y actitudes, Bruce Hoffman, director del curso online «Terrorismo y Contraterrorismo« de la Universidad de Georgetown, advierte que no existe un perfil único del terrorista o un camino exclusivo hacia la radicalización. Los motivos que alientan a cada terrorista son personales y únicos. Algunas personas muy radicalizadas son a su vez muy devotas pero también hay conversos que intentan demostrar al resto de la comunidad, mediante la comisión de atentados, el compromiso adquirido con su nueva fe. Una buena parte viven en barrios marginales, muchos tienen antecedentes por tráfico de estupefacientes, pero también nos encontramos con individuos integrados en sus comunidades, como afirmaba en su cuenta de twitter Fernando Reinares hace unos días, e incluso algunos proceden de familias acomodas y de clase media alta. En 2002 Daniel Pearl, un periodista del Wall Street Journal, fue convocado a una entrevista por un terrorista de Al-qaeda y posteriormente secuestrado y decapitado; el terrorista en cuestión había sido educado en la London School of Economics (graduado en matemáticas puras y física) y pertenecía a una familia de clase media alta de Londres (citado por Hoffman).

Peter Neumann, Director del Centro Internacional para el Estudio de la Radicalización en el King’s College de Londres concurre con Hoffman  en la ausencia de un un patrón único pero sugiere tres ingredientes comunes a las principales teorías sobre los procesos de radicalización:

  1. El descontento, la frustración, los agravios, la percepción de una injusticia, que motivan las crisis personales y constituyen el caldo de cultivo para la recepción de nuevas ideas.
  2. Unas creencias o ideología que dan sentido a esos agravios y los canalizan hacia una dirección u otra. Donde nosotros vemos fanáticos, locos o criminales, los terroristas piensan estar librando una «guerra justa» que legitima su recurso a la violencia, a pesar de las víctimas colaterales. Se han convertido en extremistas con una visión maniquea del mundo, sin zonas grises, una realidad simplificada en una parte buena y en otra mala.
  3. La movilización o la pertenencia a un grupo. La radicalización es un proceso grupal vertebrado en torno a la familia, los compañeros de la escuela, del trabajo o los lugares de culto.

La pregunta que intentan responder los expertos es por qué en contextos sociales similares, con perfiles familiares muy parecidos y con trayectorias vitales condicionadas por entornos de exclusión, unos individuos se radicalizan y otros no.

El psicólogo Fathali Moghaddam ha explicado con su metáfora de la «Escalera al terrorismo« la índole progresiva de la radicalización. Moghaddam sostiene que los individuos van ascendiendo en un edificio de cinco plantas hasta convertirse en extremistas violentos o terroristas al alcanzar el último piso, una planta a la que solo llegan unos pocos (se acompaña una síntesis de su teoría). Este psicólogo pone el acento en los factores situacionales, un contexto adverso que cataliza el proceso de conversión de los individuos en terroristas. Dos de los ejemplos que él trae a colación son los siguientes:

  • El 60% de la población de los países árabes es menor de 25 años y la competencia para encontrar trabajo es durísima -la población ocupada representa menos del 45%-.
  • Los millones de musulmanes de Europa Occidental también soportan una competencia feroz para acceder a las oportunidades que existen en los ámbitos de la educación y el trabajo y así escalar socialmente.

No obstante, la inmensa mayoría de los individuos susceptibles de radicalización se quedan en la planta baja o en la primera planta y no se pueden considerar terroristas. Como indica Moghaddam hay colaboradores comprometidos -técnicos que proporcionan know how,  informadores que aportan información- que se quedan en plantas intermedias. Según él, sin perjuicio de la gravedad de las actuaciones de estos últimos, esta distinción entre colaboradores y autores materiales no es baladí y debería tener un reflejo no solamente a nivel penal sino también en las políticas de prevención y en las políticas antiterroristas.

El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) también insiste en la naturaleza progresiva de la radicalización y parece ir más allá cuando sostiene que la radicalización no es necesariamente el problema: en realidad el problema emerge cuando los extremistas comienzan a utilizar el miedo y la violencia como canales de expresión. Me parece como mínimo llamativo este principio, que recuerda el enfoque de «Prevent», un programa muy polémico de lucha contra la radicalización del gobierno británico a través del cual se financiaron muchos grupos salafistas (citado en la conferencia de Neumann).

La mayoría de la doctrina incide en la frustración de estos individuos con su realidad como factor causal. Salvando las diferencias innegables entre Europa Occidental y los países de origen, la existencia de bolsas de personas frustradas e inquietas acerca las dos orillas del Mediterráneo. El problema es esencialmente el mismo. El Islamólogo francés Oliver Roy abunda en esta idea de la desesperanza, de la ruptura profunda con la sociedad. Y defiende que asistimos a una «islamización de la radicalización de los jóvenes»: no son islamistas radicales sino jóvenes radicales que se hacen islamistas.

Merece la pena reproducir alguno de los párrafos de una entrevista que concedió a La Vanguardia en 2015:

¿Qué quiere decir con que no asistimos una radicalización del islam en sí mismo sino, más bien, a una islamización de la radicalización de los jóvenes?

La mayor parte de los jóvenes que se radicalizan hacia la yihad y el terrorismo no tiene previamente un recorrido religioso importante. Al contrario, casi todos tienen un pasado no religioso. A veces hay un pasaje por la delincuencia, pero, en general, llevan las vidas típicas de los jóvenes europeos: beben alcohol, salen con chicas, fuman hachís, no van a la mezquita, no rezan… No son para nada barbudos. Esto es todavía más cierto en los conversos, que por definición no vienen de un ambiente musulmán en el que pueda haber un proceso de radicalización religiosa. Lo que fascina a estos jóvenes es el radicalismo en sí.

El radicalismo de los jóvenes les coloca en contra de sus padres, a los que consideran unos perdedores, según apunta Oliver Roy. Se trata también de una revuelta generacional.

Oliver Roy añade que aunque el Islam no es su punto de partida sí tiene un papel relevante.

Por supuesto, no hay que olvidar ese segundo punto, la dimensión espiritual. En el salafismo encuentran el gran relato en que inscribir su rebelión personal. No lo eligen por azar. La primera razón es que, hoy en día, el terrorismo islámico acapara las portadas. La segunda es que el salafismo es la religión de la tabula rasa, de la ruptura total con el pasado, la reconstrucción del individuo a través de unas normas estrictas. Esto les convierte en maestros de la verdad. Contestan a sus padres que tengan razón. Para ellos son unos perdedores, no un modelo. Ahora son ellos los que llaman al orden a sus padres y les piden que se conviertan al verdadero islam. Dan la vuelta a la relación padre hijo. Esa es la ruptura generacional a la que me refiero. Además, el salafismo les atrae porque está construido sobre el relato de la yihad, de los primeros tiempos del profeta, la gloria, la salvación… No les atrae el repertorio religioso del islam sino el del salafismo. Porque son todos salafistas. Pocos lo son antes de pasar al radicalismo, pero una vez que se radicalizan, todos son salafistas.

En este sentido también se manifiesta Mark Juergensmeyer, de la Universidad de California, que sostiene que aunque la religión no es el problema sí puede resultar problemática. Mogghadam elabora esta idea como sigue: cuando las religiones se transforman en ideologías y van más allá de la esfera espiritual se convierten en dogmas rígidos y poderosos que no admiten compromiso porque son la voluntad de Dios. Pero no se trata solo del peligro que supone esto asimilación para la legitimación de la violencia más allá de los cauces legal-racionales que sustentan las democracias liberales; la diferencia entre una ideología y una religión es que la segunda promete la salvación, una recompensa divina que puede facilitar la inmolación.

Por tanto, la frustración, la percepción de una injusticia no son suficientes para explicar la radicalización de los individuos. Defender lo contrario es una simplificación.  Si fuera suficiente tendríamos millones de individuos radicalizados e integrantes de células terroristas en Europa y en el Norte de África y Oriente Medio, y no es el caso -los terroristas representan una minoría de los 21 millones de personas que profesan la religión de Mahoma residentes en Europa y de los 1600 millones de musulmanes en el mundo. El proceso de radicalización implica algo más como apuntaba Neumann.

Un estudio reciente de Fernando Reinares y Carlota García-Calvo sobre los factores que explican la radicalización yihadista en España, basado en un estudio cuantitativo sobre 178 individuos detenidos en España entre 2013 y 2016 por actividades relacionadas con el terrorismo yihadista, indica que el 86,9% se radicalizó en compañía de otros. Un fenómeno grupal.

Reinares y García-Calvo hilan fino a la hora de discernir por qué unos individuos se radicalizan y otros no, y singularizan dos factores cruciales para entender la radicalización: por una parte, el contacto cara a cara o también online con algún agente de radicalización, por ejemplo, un combatiente terrorista extranjero o una  figura religiosa.

Por otra parte, los procesos de radicalización están asociados a la existencia de vínculos sociales previos con otros individuos implicados en actividades de terrorismo yihadista, principalmente lazos de vecindad, amistad o parentesco. En cuanto a este último, Reinares y García-Calvo singularizan a los hermanos.

Por último, Reinares y García-Calvo indican una caracterización sociodemográfica de los 178 detenidos que sintetizo a continuación:

  • La gran mayoría son varones,
  • Tres cuartas partes de ellos de entre 18 y 38 años en el momento de su detención,
  • Más frecuentemente casados que solteros;
  • En proporciones muy similares, sobre todo de nacionalidad marroquí y española.
  • Alrededor de la mitad son segundas generaciones descendientes de inmigrantes procedentes de países mayoritariamente musulmanes y, en un porcentaje algo menor, se trata de inmigrantes de primera generación con ese mismo origen.
  • Uno de cada 10 de los detenidos es converso.
  • Quienes han cursado estudios de educación secundaria triplican a los que, sin embargo, no pasaron de una escolarización primaria.
  • Trabajan principalmente en el sector servicios o como obreros no especializados, están desempleados o carecen de ocupación conocida, lo que a menudo significa que combinan actividades yihadistas y pequeña criminalidad.
  • Al menos una cuarta parte contaba con antecedentes penales por delitos de delincuencia común.
  • Su radicalización yihadista se inició a partir de 2011 o 2012 en la mayor parte de los casos.
  • La edad media al comienzo del proceso de radicalización fue de 25,9 años en el caso de los hombres y de 20,7 años en el de las mujeres.
  • La radicalización yihadista de los detenidos objeto de ese estudio ha tendido a concentrarse –a la manera de clusterspockets o hubs, a los que nos referimos como bolsas– en cuatro demarcaciones administrativas: por este orden, la provincia de Barcelona (23,2%), la ciudad autónoma de Ceuta (22,2%), Madrid con su área metropolitana (19,2%) y, finalmente, el otro enclave español rodeado por territorio marroquí, Melilla (12,1%).

De la exposición anterior sobre las teorías de la radicalización me quedo con las siguientes características: se trata de un proceso, requiere el transcurso de un tiempo -no es algo inmediato-, un proceso complejo en el que no existe un patrón único pero sí una serie de factores causales comunes de naturaleza doble:

  • individual y psicológica (percepción de una injusticia, frustración con una situación precaria), y
  • socialización (una oferta de una versión rigorista de la religión, especialmente a través de los llamados agentes de radicalización, y el grupo con el que interaccionan, los vínculos sociales previos, las relaciones de amistad, el lugar de culto o la familia).

Espero que esta exposición sirva para responder alguna de las preguntas que nos hacemos cada vez que sufrimos un atentado terrorista, especialmente tan cercano como el ocurrido hace justamente una semana en Barcelona, aunque yo, después de recuperar y volver a leer materiales, me quedo con muchas preguntas de las que lanzo tres:

  • Si como dice uno de los expertos más reputados en terrorismo, Fernando Reinares,  integración social y radicalización yihadista son compatibles ¿debemos darle una vuelta a la integración como política destinada a mejorar la convivencia entre autóctonos e inmigrantes?
  •  ¿La radicalización solamente se convierte en un problema cuando los extremistas utilizan la violencia y el miedo como sugiere el PNUD? ¿Hasta qué punto son compatibles el salafismo y las democracias liberales, y hasta dónde puede llegar aquel en nombre de la libertad religiosa, un pilar de nuestros sistemas políticos?
  • La islamización de la radicalización de los jóvenes, que apunta Oliver Roy, ¿comparte raíces con la violencia y matanzas perpetradas por individuos, muchos de ellos jóvenes, en escuelas de EE.UU? Las matanzas allí también son indiscriminadas.  ¿Por qué afecta más a las sociedades europeas?

@lamiradaaoriente

 

REFLEXIONES PSICOANALÍTICAS SOBRE RELIGIÓN Y CRISTIANISMO

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Vivimos tiempos caracterizados por una doble vertiente con relación a la religión. Por una parte un abandono progresivo de la religiosidad original y un desarrollo muy fuerte de la ciencia que desacredita a la teología, pero al mismo tiempo existe un refuerzo de las religiones tradicionales en sus formas más fundamentalistas. Rolan Chemama nos recuerda la previsión de Lacan de que la religión triunfaría. Parece ser que este enunciado de Lacan, más que una tesis, fue un comentario en una conferencia de prensa en el año 1974.

En un mundo demasiado objetivizado por la ciencia parece ofrecer para muchos como único refugio un tipo de goce que pasaría por la religión. Los analistas no pretendemos aportar verdades universales. Solo quedamos autorizados en el  discurso de nuestros pacientes y en este discurso de ellos pueden aparecer fuertes convicciones religiosas, que nosotros escuchamos y en esa escucha a veces descubrimos, más que interrogaciones racionales sobre los objetivos divinos, dudas o cuestionamientos, un tipo de religiosidad caracterizada por una entrega absoluta a la voluntad divina, sacrificando cualquier otra aspiración personal. Me pregunto si estos sacrificios tan intensos no representarían más bien una forma de anulación del deseo.

Por otro lado y si nos detenemos en el caso del cristianismo vemos que el contendido de la doctrina cristiana está basado en la muerte de Cristo, dónde Cristo es un hombre expuesto como cualquier otro. La muerte adquiere una fuerza de negatividad porque afecta a un ser particular. Pero, perteneciendo la muerte a la doctrina, el contenido de la fe cristiana va mas allá, formando parte esto ya plenamente de la creencia, y este contenido, base de la fe cristiana, es el ascenso de Cristo a los cielos y la salvación realizada por el propio Cristo al asumir los pecados de la humanidad, pero muriendo en la Cruz como un mortal mas. Es necesario el paso por esa muerte. Esto se incluye plenamente  en el terreno de la Fe y la creencia y declarar “Creo en…” significa no estar ya solo sino unido a una comunidad de creyentes, tranquilizando al individuo sobre el valor de su existencia.

Existe actualmente, dentro de las religiones más tradicionales, como el cristianismo, un discurso de algunos creyentes muy descalificador ante los que ofrecen opiniones distintas a las suyas o incluso quieren abrir un campo de debate y reflexión. En sus decires no domina la teología como un discurso organizado, a partir del cual sería lícito para el sujeto situarse y opinar, incluso construir. Existe más bien una exaltación del sentimiento y un abandono exclusivo a la voluntad de Dios. Sienten que la única verdad es la suya. Parecen olvidar, y me refiero en este caso al cristianismo, que la identificación con el Cristo de la Cruz que dijo “Padre, ¿por qué me has abandonado?” entraña una desesperación radical del sujeto y una consecuente duda y pérdida de  completud con relación a la fe. Es la soledad extrema y el abandono máximo para un creyente. Es una soledad muda y abismal. Es un espacio donde se navega con una angustia sin nombre y donde no hay envoltura psíquica protectora. Se requiere un sufrimiento fértil en esta profunda vulnerabilidad, pero sobre todo la presencia de un otro sostenedor. Y por eso la necesidad en los cristianos del ritual, en el que el Espíritu Santo, como unión del hombre y Dios resucita en forma de Espíritu para una comunidad de creyentes.

Lo llamativo y la dificultad en una cura psicoanalítica donde el sujeto tiene unas convicciones religiosas que antes que autorizar el deseo lo sofocan, es que en la transferencia con el psicoanalista esta religiosidad se rearma. Estos sujetos, del mismo modo que esperan todo de su análisis, también sacrifican todo por él, existiendo incluso a veces la confusión de la cura con una nueva religiosidad donde intentan ofrecer todo a su analista, del mismo modo que intentaban ofrecer todo a Dios. Pero lo que se observa es que ese otro al que se dirigen y que no puede faltar, siempre debe estar presente, del mismo modo que en una ceremonia religiosa Dios siempre estará presente y por otro lado ese analista-ser supremo deberá estar completo y sin falta. En el plano imaginario ese sujeto obtendría un tipo especial de goce al compartir la plenitud de ponerse en el mismo lugar en la transferencia que el que ocupa el analista como ser completo y sin falta. Es una situación compleja en una cura y donde el psicoanalista debe realizar movimientos adecuados para descentralizarse de ese lugar donde es ubicado y posibilitar el advenimiento del deseo del sujeto y no quede anclado en un goce Otro que pasara solo por la religión y el Padre Divino.

Madrid, agosto de 2017

Alfonso A. Gómez Prieto

Director del Arco de Estudios Psicoanalíticos de AEP

e-mail: alfonso.gomezprieto@yahoo.es

 

 

El derecho de petición en España

constitucin-43-638El derecho de petición no fue una creación del liberalismo, ya que en el Antiguo Régimen un súbdito podía elevar peticiones al rey por muy variadas razones: solicitar un cargo, una renta, una prebenda o un privilegio. Los archivos españoles están llenos de memoriales que constituyen una valiosa fuente para estudiar las sociedades modernas de los siglos XVI, XVII y XVIII. Otra cuestión es si una petición podía acarrear algún tipo de acción o represalia por parte del poder sobre el peticionario. Por otro lado, el derecho a pedir a un monarca absoluto debe ser entendido como una concesión graciosa de los reyes, no como un derecho natural a garantizar por el Estado, según la filosofía política liberal.

El derecho de petición y su garantía se incorporaron a las Declaraciones de Derechos y las Constituciones de las revoluciones liberales. En principio, el derecho era individual y no colectivo. El precedente quedó establecido en el Bill of Rights de 1689, culminación de la Revolución inglesa. Se reconocía el derecho de los súbditos a presentar peticiones al rey, siendo ilegal cualquier acción contra los peticionarios, es decir, que se garantizaba dicho derecho al prohibir que se pudiera abrir algún tipo de procedimiento legal contra el peticionario.

En las Declaraciones norteamericanas, como las de Delaware o de Maryland, podemos leer que todos los hombres tenían derecho a solicitar al legislativo la reparación de agravios. En Francia, el artículo 32 de la Declaración de Derechos de la Constitución de 1793 reconocía que no se podía prohibir ni suspender, ni tan siquiera limitar el derecho de presentar peticiones a los depositarios de la autoridad pública. Los belgas tenían derecho a dirigir a las autoridades peticiones firmadas por una o varias personas, según lo dispuesto en la Constitución de 1831. Este texto constitucional es importante porque reconoció que el derecho de petición también podía ser colectivo.

En la España del siglo XIX solamente estaba reconocido el derecho de petición individual. La Constitución de Cádiz establecía una fórmula más específica, ya que en el artículo 373 se decía que todo español tenía el derecho a representar a las Cortes o al rey para reclamar la observancia de la Constitución. Más claramente aparece el derecho de petición en el artículo tercero de la Constitución de 1837, al afirmar que todo español tenía derecho a dirigir peticiones por escrito a las Cortes y al rey, como determinasen las leyes. Formulado de forma idéntica aparece en las Constituciones de 1845, 1869 y 1876. El proyecto de Constitución Federal de 1873 sí reconocía el derecho a dirigir peticiones, individual y colectivamente a las Cortes y a las demás autoridades de la República, siendo la primera vez que se hacia este reconocimiento como derecho colectivo en la historia del constitucionalismo español.

La Constitución de la Segunda República de 1931 reconocía en su artículo 35, que el derecho de petición era individual y colectivo, recogiendo lo ya planteado en el proyecto constitucional de 1873. Por otro lado, y esto es muy importante por lo novedoso, la Constitución republicana reconocía que el pueblo español, ejerciendo el derecho de iniciativa popular, podía presentar a las Cortes una proposición de ley, siempre y cuando lo pidiera, al menos el 15% de los electores.

El régimen franquista reconoció el derecho de petición de los españoles en relación con el jefe del Estado, las Cortes y las autoridades, en el artículo 21 del Fuero de los Españoles de 1945, aunque establecía que las corporaciones, funcionarios públicos y los militares solamente podrían ejercitar dicho derecho de acuerdo con las disposiciones legales por las que se regían. Los problemas vinieron siempre, durante la dictadura, de la falta de garantías para poder ejercer los derechos reconocidos teóricamente, así como la frecuente suspensión temporal de derechos en los estados de excepción que se decretaron.

Por fin, la Constitución de 1978 reconoce en el artículo 29 el derecho de petición individual y colectiva, por escrito, según lo determinado por la ley. Ese derecho solamente puede ser ejercido de forma individual por parte de los miembros de las fuerzas armadas y también referido a sus legislaciones respectivas y específicas. Pero, además, en el Título III correspondiente a las Cortes Generales, en el artículo 77 se reconocía que las Cámaras pueden recibir peticiones individuales y colectivas, siempre por escrito, pero quedando prohibida la presentación directa por manifestaciones ciudadanas. Las Cámaras podrían remitir al Gobierno las peticiones recibidas y este estaría obligado a una respuesta si las Cortes lo exigían.

Eduardo Montagut

LA SOCIEDAD MONOSINTOMÁTICA DE SUJETOS DOPADOS

evitar-el-consumismo-en-navidadEn la sociedad de consumo, nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de ser un artículo vendible. Esta es la materia de la que están hechos los sueños y los cuentos de hadas de una sociedad de consumidores: transformarse en un producto deseable y deseado.

Se conforman así individuos malcriados por el facilismo del mercado de consumo, donde de cada elección se hace una transacción única, sin obligaciones a futuro, un gesto no vinculante, riesgo mínimo, responsabilidad reducida, un modelo de discapacidad social.

Aparecen los seres aferrados al rol de objeto. Fetichismo de la subjetividad basado en una ilusión.

Se tiende a sacar a la luz la similitud monosintomática, anulando la diferencia donde las partes tienen derecho a tratarse entre sí como tratan a los objetos de consumo.

Ya Barman nos decía que la sociedad actual es “ahorista”, radica en adquirir, acumular, eliminar, y reemplazar. Compre, disfrútelo y tírelo. Donde el consumismo no se dirige a la gratificación de deseos sino a un aumento del volumen y la intensidad de ellos. Potenciando la inestabilidad de los mismos, la insaciabilidad de las necesidades de una cultura acelerada cual encadenamiento de presentes.

La falta de dinero ha comenzado a competir con la falta de tiempo. La ilusión de dominar el tiempo, encapsular el “ahora”, tranquiliza. La cultura es “presentista” y pone el énfasis en la velocidad y la efectividad, no valora ni la paciencia ni la perseverancia.

El uso lingüístico de expresiones como “no tener tiempo”, “perder el tiempo”, “ganar tiempo”, denotan el grado de importancia que se invierte en las acciones individuales para igualar la velocidad y el ritmo del tiempo, convirtiéndose en la preocupación más frecuente del sujeto, desgastante y perturbadora. Sino se consigue igualar esfuerzo y recompensa se produce un “complejo de inadecuación” que es la grave dolencia de la vida moderna.

Este complejo sólo es superado por la sensación de “vivir intensamente”. Aquí la satisfacción experimentada sobrevive a la causa.

La causa se olvida y se recuerda el gusto de la alta intensidad y la confirmación de la capacidad personal de estar a la altura del desafío inmediato planteado.

La cultura consumista se caracteriza por la presión constante de ser alguien más. Cambiar la identidad, esforzarse por volver a nacer como si lo que fuimos ayer no pudiese impedirnos ser algo diferente hoy. Identidades renovables.

La eternidad no es valor ni objeto de deseo, sino la tiranía del momento. Durabilidad desvalorizada.

El sujeto vive en estado de fuga permanente y el pasado no tendrá la menor oportunidad de alcanzarle. Buscar el yo real, es pura diversión, a condición de que nunca lo encontremos. Porque si lo encontramos, la diversión terminaría.

El despilfarro consumista tapona el aburrimiento, “no aburrirse nunca” es un parámetro de vida exitosa. Ya Kierkegaard trató sobre “el hombre inmediato”, aquel cuya conducta era la de un buscador de placeres continuos y compulsivos, no sólo por el presentismo de una vivencia que necesita ser satisfecha ya, sino en el sentido de quien no es capaz de ganar distancia de perspectiva alguna de su vida, ni pasada ni futura. Experiencia de vértigo y de éxtasis, producida al salir  de sí la persona para trascenderse su propio yo. Difuminar las fronteras del yo, romper los límites de la conciencia, para entrar en un más allá por la vía rápida de la anulación personal e incluso de la muerte anticipada.

Pero el vértigo tiende una trampa existencial que devuelve al sujeto a la caverna desnuda de su realidad, una y otra vez, con dolorosa obstinación.

Despertar para volver a dormir, alargar el sueño artificial para volver a lo real, para volver a empezar un ciclo sin solución de continuidad.

Cuando en el círculo faltan los proyectos y la ausencia de ideales, todo ello hace que la persona se encierre en sí misma. Un día se descubre eliminando el malestar de su vida con una poderosa voluntad de ser feliz pero sin reconocerse a sí mismo, así como si el yo no fuera el propio yo, sino el yo de los otros.

Afirmar el yo mediante el acto libre de elegir ser dependiente, quiere ser yo pero lo destruye al hacerlo depender de algo o alguien que no es su yo.

Comienzan así las conductas dopantes como un anestésico contra la fatiga de vivir y una escapatoria para aplazar a un eterno mañana la asunción de las responsabilidades personales cotidianas.

La sociedad se acostumbra y acepta como políticamente correcto la muleta farmacológica para sobrellevar cualquier malestar físico o psíquico. Vivimos una “cultura adictiva al dopaje”. Las adicciones a las pastillas son la nueva esclavitud que tiene enganchada a media humanidad en el siglo XXI.

Si pensamos en las innumerables personas que se automedican sin prescripción médica o que solicitan a los médicos los fármacos que ellos desean ingerir, nos podremos hacer idea del enorme problema de falta de sentido de la vida que arrastran tantas personas en nuestra sociedad y sin apenas enterarnos. Como decía Paracelso, la diferencia entre medicina y veneno está en la dosis.

Podemos hablar de una mentalidad dopante ambiental, cuya finalidad es transformar la angustia en felicidad, en esperanza y dar un sentido existencial al vacío.

Los males más frecuentes de la sociedad de consumo son, la depresión, el cansancio depresivo, la falta de sentido vital, la hiperactividad y la incapacidad de mantener la identidad.

Los sufrimientos humanos más comunes en la actualidad suelen producirse a causa del exceso de posibilidades más que del exceso de prohibiciones.

La oposición entre lo posible y lo imposible ha reemplazado a la autonomía de lo permitido y lo prohibido.

La sociedad de consumidores ha transformado el motivo de las depresiones, antes las provocaban el terror a la acusación de inadaptación por transgredir reglas, en definitiva una depresión por neurosis causada por el horror a la culpa, hoy día es sustituida por una depresión provocada por el terror a ser inadecuado. Por cada “no debe” hay un “deber ser”.

Por todo ello, el nuevo espíritu del capitalismo nos fabrica unos héroes de la modernidad dopados para poder representar su función de bobos engatusados con promesas fraudulentas y engaños, seducidos, arrastrados y manipulados por fuerzas subrepticias, pero ajenas, con patrones de comportamiento a la medida de los mercados.

Hay tres mensajeros del bienestar, serotonina, noradrenalina y dopamina, que pueden ser incrementados con sustancias o con comportamientos. Producen un efecto de condicionamiento por vía dopaminérgica que asocian la sensación de placer/ ausencia de dolor al momento y al acto, entorno en el que se realiza la conducta, de forma que basta la simple presencia de una dificultad de ese entorno para disparar la necesidad incontrolable de autoadministrarse la conducta o el fármaco.

Vivir dopado crea la ilusión de un significado pero tiene un efecto de retorno, aparece el vacío y hay que rellenarlo de nuevo.

El psicoanálisis intenta cambiar la pastilla por la palabra, que el esclavo del fármaco y de sí mismo, se conozca más allá de su adicción. Que aprenda por la palabra a utilizar sus propias capacidades para existir. Poder atreverse a ser lo que se es.

Belén Rico

El derecho de resistencia

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Nuestro sistema político se sustenta en el postulado de los derechos naturales que deben ser reconocidos y garantizados por el Estado. A lo largo de dos siglos el número de los derechos ha ido aumentando y haciéndose más complejo el asunto de las garantías de los mismos, especialmente, de los de carácter social.  Estos reconocimientos y garantías podrían resultar claramente insuficientes si los conflictos en las sociedades llegasen a un punto que no pudieran ser canalizados por las estructuras existentes. Estaríamos hablando de un asalto al poder a través de una revolución o de un golpe de estado, según sean las fuerzas asaltantes. Los ejemplos históricos en la historia contemporánea son abundantes y no hace falta mencionarlos. Los conflictos llevaron a las primeras Declaraciones de Derechos a abordar la cuestión del derecho de resistencia. En los nacientes Estados Unidos se articuló a través de la justificación del empleo del recurso a levantarse contra un gobierno considerado despótico, como queda patente en su Declaración de Independencia. El pueblo tendría derecho a cambiar o abolir y a implantar un nuevo gobierno si cualquier forma de gobierno existente fuera contraria a las verdades consideradas evidentes (postulados): igualdad entre los hombres, los derechos a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, así como que el poder debe derivar de la aprobación de los gobernados.

En Europa la cuestión fue más compleja porque no se trataba, en principio, de legitimar una independencia, aunque, posteriormente, los nacionalismos centrífugos sí emplearían ese argumento, sino de derribar a unas autoridades y de destruir un sistema considerado injusto, algo que ya era caduco, el Antiguo Régimen, de ahí esta denominación, en principio peyorativa, desde la perspectiva de los revolucionarios franceses. El derecho a la resistencia aparece en la Declaración de 1789, cuando, en el artículo segundo se expresan los “derechos naturales e imprescriptibles” del hombre. Entre ellos, estaría el de la “resistencia a la opresión”. Pero serían los jacobinos quienes elaborasen la formulación más acabada del derecho de resistencia. Fue desarrollada en tres artículos de la Declaración de Derechos de la Constitución de 1793. En el artículo 33 se establecía que el derecho de resistencia a la opresión era la consecuencia de los demás derechos del hombre. La opresión contra la sociedad existiría, según lo expresado en el siguiente artículo, cuando uno solo de sus individuos era oprimido y, a la vez, habría opresión hacia cualquier persona cuando la sociedad estaba oprimida. Por fin, en el artículo nº35 se enunciaba claramente el derecho de resistencia, al expresar que cuando un gobierno violaba los derechos del pueblo, la insurrección sería para el pueblo y para cada parte del mismo, “el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”.

Pero las formulaciones jacobinas no se encuentran en más Declaraciones ni Constituciones. A lo sumo, el primer liberalismo y de signo progresista orientó este derecho hacia la defensa de la Constitución contra sus enemigos en el proceso revolucionario y de asentamiento del estado liberal. Para ello, se estableció el instrumento de la garde nationale o la milicia nacional, para el caso español. La milicia nacional se instituyó en la Constitución de 1812. Estaba integrada por todos los ciudadanos con la función de hacer preservar el nuevo orden liberal. La milicia nacional siempre se alineó con los pronunciamientos, levantamientos e insurrecciones de signo progresista y fueron combatidas por los moderados que la disolvían siempre que recuperaban el poder, y vuelta a ser restablecida con gobiernos progresistas. Al final, desapareció definitivamente en la Restauración canovista. Estos grupos armados fueron disueltos como consecuencia del giro conservador que el liberalismo europeo emprendió en la segunda mitad del siglo XIX. Las nuevas fuerzas que se fueron creando, como la guardia civil española, debían servir para mantener el orden público y reprimir cualquier intento revolucionario o insurreccional.

Eduardo Montagut

 

Del tiranicidio

Harmodio y Aristogitón tyrannicidesEn la época arcaica griega el tyrannos designaba ocasionalmente al basileus o rey, pero generalmente, aludía al hombre que, sin ser el heredero legítimo, se apoderaba del poder de una ciudad y lo ejercía de forma personal sin contar con las instituciones legales. En principio, el término no tenía connotaciones negativas. Tenemos que tener en cuenta el contexto histórico en el que aparecieron los tiranos. La tiranía se extendió como fórmula política entre los siglos VII y VI a. C. en relación con el deseo de cambio de los campesinos helenos afectados por la crisis agraria. El tirano encarnó la figura del hombre que abolía el régimen aristocrático. Una vez obtenido el poder, los tiranos emprendían reformas y perseguían a los aristócratas, que sufrían prisión, exilio y confiscaciones. Entre los tiranos destacó, sin lugar a dudas, Pisístrato, que se empleó en la mejora de los campesinos atenienses. En Corinto, Cípselo acuñó las primeras monedas e implantó un sistema fiscal. Otro de los aspectos a destacar del régimen que establecieron los tiranos fue el fomento del urbanismo, con el ornamento de las ciudades y la construcción de infraestructuras, especialmente las relacionadas con el agua. Pero en la época clásica el tirano comenzó a adquirir otras connotaciones. La constatación del comportamiento de algunos tiranos, como Fálaris de Agrigento, hizo que los pensadores comenzaran a condenar la tiranía. Los tiranos pasaron a ser déspotas crueles que utilizaban el terror y envilecían a los ciudadanos. Para Platón era el más vil de los seres humanos.

En Atenas, la muerte de Hiparco, tirano junto con su hermano Hipias, fue vista como una liberación y sus autores elevados a la categoría de héroes. La legitimidad del hecho de acabar con los tiranos comenzó a elaborarse teóricamente por algunos autores romanos como Cicerón, Plutarco y Polibio. En el siglo XII el obispo de Chartres, Juan de Salisbury, realizó la primera formulación clara del tiranicidio en Europa, pero Santo Tomás condenó esta práctica en el siglo siguiente, aunque contemplaba la posibilidad de que el tirano pudiera ser castigado por las autoridades. La Iglesia terminó por condenar el tiranicidio en el Concilio de Constanza (1414-1418) por considerarlo herético.

En el Renacimiento terminó por perfilarse la teoría del tiranicidio, concebido como la muerte del tirano en defensa de la legitimidad política. Los príncipes debían ejercer el poder para el bien de los súbditos y éstos tenían derecho a la resistencia, pero, además, aquel monarca que hubiera violado las leyes divinas y el pacto implícito con sus súbditos se convertía en un tirano y era lícito terminar con él. En esta defensa del tiranicidio se destacaron los monarcómacos. El relativo éxito de la teoría del tiranicidio en la época moderna tiene mucho que ver con los planteamientos de la teoría contractualista del poder, ya que la tiranía corrompería el pacto entre gobernantes y gobernados.

Sin lugar a dudas, el teórico más destacado sobre el tiranicidio fue el jesuita español Juan de Mariana con su obra De rege et regis institutione (Toledo, 1599). Algunos contemporáneos acusaron a Mariana de ser uno de los instigadores morales del asesinato de Enrique IV en Francia. Pero, los defensores del tiranicidio en esta época no contemplaban las reacciones individuales o de grupos particulares a la hora de defender el tiranicidio; éste debía contar con el beneplácito o consenso tácito del pueblo.

A finales del siglo XVII Locke defendió la legitimidad del principio de resistencia frente a un gobierno injusto y al derecho de cualquier ciudadano de acabar con el criminal que violaba la ley y la naturaleza que Dios había establecido para mantener la armonía social. Es importante destacar que el derecho de resistencia, aunque no exactamente el tiranicidio, estuvo en la base de la revolución americana, de las revoluciones liberales europeas y se incorporó a algunas de las declaraciones de derechos que se elaboraron en ese momento histórico.

El tiranicidio terminó por desaparecer en el pensamiento y en los sistemas políticos occidentales ante los reparos morales que generaba la pena de muerte. Los sistemas democráticos establecen en sus constituciones mecanismos que regulan y limitan los poderes para evitar la tiranía. Pero en el mundo actual ha habido casos evidentes de tiranicidio en determinados regímenes políticos y, sobre todo, en situaciones de profundas crisis. En la mente de todos están los casos de Nicolás Caeucescu, Sadam Hussein o Gadafi, tiranicidios cometidos por nuevas autoridades autóctonas, por otras tuteladas por poderes extranjeros o por linchamiento popular.

En conclusión, el concepto de tirano ha evolucionado en la historia y ha ido adquiriendo un perfil notoriamente negativo, mientras que, de forma paralela, ha generado la teoría del tiranicidio. Terminemos con las definiciones que nos ofrece el Diccionario de la Real Academia Española sobre lo que es un tirano. El término se aplica a quien obtiene contra derecho el gobierno de un Estado, y principalmente al que lo rige sin justicia y a medida de su voluntad. También se refiere a quien abusa de su poder, superioridad o fuerza en cualquier concepto o materia y, por último, un tirano es quien impone ese poder y superioridad en grado extraordinario. No cabe duda que si aplicamos estas definiciones nos saldrían muchos tiranos en la historia contemporánea mundial y española. Que cada uno elija los suyos. Otra cosa es que, como seres civilizados, hoy no aboguemos por el tiranicidio y sí más por la defensa y el desarrollo del derecho de resistencia.

Eduardo Montagut

EL CAUDILLAJE

Reyes Católicos

En este trabajo nos acercamos al fenómeno de los caudillos, de tanta trascendencia en la historia contemporánea de Sudamérica y de España.

Por caudillo se entiende el jefe, cabecilla militar y/o político de un grupo, partido o comunidad. Los caudillos exigen obediencia y lealtad y, a cambio, ofrecen protección y dádivas. El caudillaje es una variante de los sistemas de relaciones personales clientelares del poder, no muy alejado del caciquismo, especialmente como se entendía en algunas zonas de América Latina. Aunque ha habido caudillos desde la Antigüedad, aquí nos interesan más los que han pertenecido a la historia contemporánea. Como decíamos, en Hispanoamérica abundaron en el siglo XIX. Participaron en los procesos de independencia, pero, sobre todo, adquirieron protagonismo en la época postcolonial. Muchos terratenientes decidieron intervenir en política, fundamentándose en su poder económico. Levantaron ejércitos y movilizaron a la población de sus extensas propiedades para hacerse con el poder en las recién creadas repúblicas. Existen varios ejemplos que se pueden citar. El uruguayo José Artigas destacó en la zona rioplatense al reunir bajo su mando a muchos caudillos locales en la década de los veinte del siglo XIX. En Paraguay, los caudillos rurales del Partido Blanco fueron muy activos. Por fin, en Argentina brilló entre todos los caudillos la figura de Juan Manuel de Rosas, que dominó la vida política del país entre 1820 y 1852. Cuando Argentina consiguió cierta estabilidad institucional a partir de la década de los sesenta, los caudillos argentinos se incorporaron al sistema, pero a través de los partidos políticos.

El caudillismo no desapareció con la llegada del siglo XX. En la propia Argentina, Perón y el peronismo remozaron el concepto, fomentando el desarrollo de las relaciones clientelares en política, aspecto que llega hasta hoy en día. Pero para los españoles el caso más importante de caudillo, por su trascendencia histórica, ha sido el de Francisco Franco. Cuando el bando sublevado contra la Segunda República fue consciente del fracaso del golpe y de que, en consecuencia, había que afrontar una guerra y elegir un jefe, elección que recayó en Franco en el otoño de 1936, comenzó a funcionar un potente aparato de propaganda que generó el único culto a la personalidad que ha habido en la historia contemporánea española. Entre los múltiples títulos y atributos que recibió Franco hubo dos fundamentales: generalísimo y caudillo. El título de caudillo casaba con el interés del franquismo en convertir a Franco en el heredero de una saga de homónimos que, desde la época antigua, pasando por la medieval, habían luchado y hasta salvado, supuestamente a España de poderosos enemigos, como los musulmanes, entre otros, haciendo una interpretación muy sesgada de la Historia y cometiendo anacronismos evidentes. Franco sería el moderno caudillo que, enviado por la Divina Providencia, venía a salvar a España de los enemigos de los años treinta, tanto internos –los “malos españoles”-, como externos. Franco pasó a ser “caudillo de España, por la gracia de Dios”.

Bajo el aparato institucional que organizó la dictadura franquista, funcionaron las características propias del caudillaje. Las relaciones clientelares se basaron en el principio de la conocida como la “adhesión inquebrantable” hacia Franco, así como a los principios del Movimiento Nacional. Esa fidelidad al caudillo garantizaba el acceso a distintas parcelas del poder. Aún hoy, los nostálgicos del franquismo, en pleno auge, rememoran a Franco, anhelando la llegada de otro caudillo salvador ante lo que consideran la desmembración de España.

Eduardo Montagut