La Revolución Liberal en España generó un nuevo escenario de relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica, en principios conflictivas, aunque terminarían encauzándose hacia la colaboración, fruto del triunfo de las tesis más moderadas o conservadoras del liberalismo español.
La Constitución de 1812 estableció que la religión oficial de España sería la católica, por lo que parecía que se quería contemporizar con el viejo orden en esta materia. En realidad, era la única concesión de los liberales de Cádiz, y parece evidente la influencia del clero liberal que tanta importancia tuvo en la elaboración del texto constitucional.
Pero el liberalismo progresista tenía un proyecto político y económico que afectaba a la Iglesia en su base y poder económicos. La desamortización de Mendizábal supuso la expropiación de los bienes del clero regular para ser vendidos en pública subasta, con el fin de sanear la maltrecha hacienda y generar una clase adicta al nuevo sistema político, obviando, por otro lado, cualquier atisbo de reforma agraria. En consecuencia, una parte muy numerosa del clero abrazó la causa carlista, provocando casi un cisma en el seno de la Iglesia Católica española. La posterior Regencia de Espartero (1840-1843) tensionó mucho más la situación.
La llegada de los liberales moderados al poder de la mano de Narváez en 1844, inaugurando la conocida como Década Moderada, provocó un cambio en la política seguida por el Estado español en materia religiosa, de hondas repercusiones posteriores. El Partido Moderado era favorable a la reanudación de las relaciones con la Iglesia, buscando el apoyo de Roma y de los católicos hacia la reina Isabel II. Las negociaciones fueron arduas porque incluían las cuestiones económicas generadas por la desamortización, y por la necesidad de plantear un orden nuevo de relaciones que no podía seguir siendo el diseñado en el Concordato de 1753, propio del Antiguo Régimen, y que había sido fruto del regalismo español de la época de Ensenada. Pero el papa Gregorio XVI parecía más favorable a que se volviera a la situación anterior.
A causa de la desamortización de Mendizábal se habían vendido casi todos los bienes del clero regular y una parte de los del secular. Ya no se podrían restituir; a lo sumo, se podían paralizar las nuevas subastas y ventas. Además, como el diezmo había sido suprimido, una de las principales fuentes de financiación de la Iglesia había desaparecido y ni los moderados estaban dispuestos a restablecerlo porque conculcaría principios muy básicos del liberalismo en materia fiscal. Pero, por otro lado, el moderantismo aceptó el principio de que el Estado debía encontrar nuevas fuentes de financiación para la Iglesia. Las Constituciones de 1837 y de 1845 establecían que el Estado tenía la obligación de mantener el culto y sus ministros, una prueba más de que no eran textos constitucionales tan distintos, como tradicionalmente se defiende. Había que decidir de dónde se sacaría la financiación y establecer el monto de la misma. Pero esos no eran los únicos problemas relacionados con lo económico. Si el Estado tenía la obligación de mantener a la Iglesia, había que dilucidar si lo debía hacer como compensación por los bienes expropiados y dejar que el clero dispusiera libremente de la cantidad entregada, o si los eclesiásticos recibirían un salario como funcionarios del Estado, algo así como una adaptación española de la constitución civil del clero de la Revolución francesa, salvando los aspectos más radicales de la misma. Comenzaron unas negociaciones que duraron siete años.
En el año 1845 se llegó a un primer acuerdo entre los diplomáticos españoles y los cardenales, en el que diseñaron soluciones a las dos cuestiones que generaban más fricciones: la provisión de las sedes vacantes y la dotación económica de la Iglesia. Pero no se firmó el Concordato por la presión de los progresistas en el Congreso de los Diputados, porque consideraban que era muy favorable para los intereses de la Iglesia. La llegada de Pío IX, un papa más flexible que el anterior, imprimió un poco de dinamismo al proceso negociador. Por otro lado, tenemos que tener en cuenta que las tropas españolas colaboraron para que el pontífice recuperara su poder después de la experiencia revolucionaria que había llevado al establecimiento de la República romana con Mazzini. Por fin, el 16 de marzo de 1851 se firmó el Concordato.
El Concordato consagraba la paralización de la venta de los bienes de la Iglesia, aunque, a cambio, tenía que renunciar a reclamar la restitución de los bienes ya vendidos. En realidad, la cuestión de la financiación de la Iglesia comenzó antes. La ley que sacó adelante Mendizábal en 1837 abolía los diezmos, nacionalizaba los bienes del clero secular, y establecía que las rentas que generaban estos bienes debían ser administradas por unas juntas diocesanas para el sostenimiento de la Iglesia. Pero la propia ley creaba una alternativa, ya que el primer medio era insuficiente para el objetivo que se pretendía. La ley creaba la Contribución de Culto y Clero, que debía recaudarse a través de un sistema de repartimiento. A medida que se fueran vendiendo los bienes, la Contribución adquiriría un mayor peso en el conjunto de los fondos destinados para sostener a la Iglesia, hasta que fuera la única fuente. Pero esta reforma de Mendizábal no se pondría en marcha porque al poco tiempo dejó sus responsabilidades políticas por el complot de los moderados que derribó al gobierno de Calatrava.
Cuando regresaron los progresistas al poder en 1840 con Espartero se estableció la Contribución de Culto y Clero, que debía salir de los municipios, encargados de sostener el culto parroquial, de los bienes nacionalizados del clero y de un repartimiento provincial, que se fue elevando año tras año. Los moderados renovaron esta Contribución en el año 1844, aumentando considerablemente su cuantía. Mon, al frente de Hacienda, decidió que saliera de las rentas de los bienes devueltos a la Iglesia, ya que la desamortización fue paralizada en ese mismo año, dentro del intento de restablecer buenas relaciones con la Santa Sede, además de los plazos que faltaban por pagar de las propiedades ya vendidas, así como del producto de la Bula de Cruzada y de los territorios de las Órdenes Militares, más lo que resultase de un impuesto sobre la riqueza rústica y urbana, ya que, el diezmo no se recuperó. La Iglesia tendría derecho a acumular un patrimonio propio, aunque, desde entonces, pasó a depender, en gran medida, de la asignación presupuestaria del Estado español. Si no se llegaba al total, que ascendía a 150 millones de reales, se recurriría al crédito.
Por otro lado, la Iglesia obtuvo el reconocimiento como única religión de la nación española, así como el carácter católico de la enseñanza en todos los niveles, permitiendo a las autoridades eclesiásticas velar e inspeccionar esta cuestión en los centros de enseñanza. Esta concesión se recogería en la creación del primer sistema educativo nacional con la Ley Moyano, y generaría una intensa polémica en la Universidad Central en los años sesenta entre los krausistas y los neocatólicos. En la misma destacó la intervención de Castelar. Posteriormente, esta cuestión religiosa en la educación provocaría otro conflicto en la recién inaugurada Restauración canovista, y que llevaría a la creación de la Institución Libre de Enseñanza.
Eduardo Montagut. Doctor en Historia.