Sobre el origen del término “socialismo”

SAINT SIMON

Saint-Simon

El término “socialismo” tiene un origen múltiple. En este trabajo ofrecemos algunas claves sobre el particular.

El primer personaje que empleó la palabra fue Ferdinando Fachinei en el siglo XVIII. Fachinei fue un religioso italiano nacido en 1725, siendo un verdadero sabio de la época en varias materias, con una intensa vida. Al parecer, en 1766 aludió al socialismo como la doctrina de los que defendían el contrato social como el fundamento de la organización social. El fraile empleó este concepto cuando acusó de ser socialista a Cesare Beccaria, autor de la fundamental obra De los Delitos y las Penas (1764), donde separaba el delito del pecado, replanteando la diferencia entre el bien y el mal combatiendo la moral tradicional, y defendiendo fundamentales reformas judiciales. En realidad, Beccaria no habló nunca de las reivindicaciones de los humildes y trabajadores, pero sí del delincuente condenado, planteando aspectos fundamentales en relación con la violencia que se ejercía hacia los condenados, la tortura y la pena capital. Pero todo eso provocó fuertes críticas, como las de Fachinei, aunque, realmente, Beccaria nunca fue un autor socialista. Unos decenios después, el religioso Appiano Buonafede (1716-1793) también aludió a este concepto. Ambos estaban calificando a los autores contractuales como socialistas. Así pues, socialismo tenía una connotación harto negativa.

Pero el concepto moderno de socialismo no nace hasta la década de los años treinta del siglo XIX en Gran Bretaña y Francia, patria una de la Revolución Industrial y de las primeras críticas a sus consecuencias sociales, y cuna la otra de una intensa tradición de intelectuales críticos con la realidad social. El término surge en el momento histórico preciso, cuando Europa estaba cambiando fruto tanto de las revoluciones liberales-burguesas, como de las industriales, generando la sociedad de clases con nuevos problemas y consecuencias.

El concepto se utilizó para designar a los seguidores de Robert Owen en Inglaterra, y de Saint-Simon en Francia. Pierre Leroux, un seguidor de éste, empleó el concepto en el otoño de 1833 en la Revue encyclopédique, donde publicó un artículo que tituló “Del individualismo y del socialismo”. En el trabajo hacía una reflexión y crítica a ambos conceptos, uno porque se basaba en la defensa extrema de la libertad, y el segundo porque pecaba de lo mismo, pero en relación con el principio de asociación. En todo caso, Leroux terminaría por aceptar que era socialista, y así lo expresó en una nueva edición de su escrito, aunque se consideraba un socialista que no combatía los principios de la libertad, algo sumamente interesante para el debate futuro en el universo socialista por la supuesta dicotomía entre libertad e igualdad, así como entre socialismo democrático y socialismo revolucionario hacia soluciones totalitarias.

Por su parte, unos años después, Louis Reybaud publicaba en la Revue des deux mondes unos trabajos titulados “Socialistas modernos dedicados a Saint-Simon, Charles Fourier y Robert Owen, confirmando que en esa década de los treinta había surgido el término.

Eduardo Montagut. Doctor en Historia.

La discriminación positiva en los Estados Unidos: historia y comentarios

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La discriminación positiva, conocida en los Estados Unidos como “affirmative action”, se refiere a un programa federal que se puso en marcha con la Administración demócrata del presidente Johnson, uno de los presidentes más comprometidos con las políticas sociales de la historia norteamericana y los derechos civiles, aspectos que han quedado eclipsado por la Guerra de Vietnam. Comenzó en el año 1968. El objetivo de esta política consistía en reducir las desigualdades sociales en el país. Se instaba a las instituciones públicas federales y a los contratistas del Gobierno federal a tener una especial consideración con las minorías étnicas en el momento de las contrataciones laborales. Este plan terminaría extendiéndose a las mujeres a comienzos de la década de los años setenta. La discriminación positiva nacía en el contexto de una década de intensas luchas por los derechos civiles.

Pero esta política suscitó en diversos sectores políticos y sociales norteamericanos una clara oposición. En el año 1978, el Tribunal Supremo emitió un veredicto a propósito del Caso Bakke. Por un lado, esta alta institución que vela por el cumplimiento de la Constitución norteamericana, confirmó que la “affirmative action” era constitucional, pero el empleo de cuotas para favorecer a las minorías violaba la decimocuarta enmienda de la Constitución, relativa a la igualdad. Por lo tanto, era una sentencia un tanto ambigua, que podía interpretarse en un sentido u otro.

La polémica continuó. Al año siguiente se dio otra sentencia relativa a este asunto. El Tribunal Supremo, en un caso de la Unión de Trabajadores Americanos del Acero contra Weber, dictaminó que dar preferencia a los negros en los programas de formación no perjudicaba la promoción profesional de los blancos. En este caso parecía clara que la sentencia era favorable a la discriminación positiva. Las dos sentencias confirmaban la complejidad del asunto y cómo había argumentos constitucionales y legales a favor de una postura o de la otra.

En las dos últimas décadas del pasado siglo aumentó la opinión contraria a la discriminación positiva al interpretar que vulneraba la igualdad, frente a los que consideraban que esta política favorecía, precisamente, la igualdad al apoyar a quienes no partían de las mismas condiciones. Dado el cariz conservador de la época, el Tribunal Supremo fue emitiendo una serie de sentencias que fueron limitando la aplicación y extensión de esta política.

Las políticas de discriminación positiva también son discutidas desde otro punto de vista, porque aunque sean calificadas de positivas no evita que siga presente el concepto de discriminación y su significación negativa. Así pues, hay sociólogos que cuestionan la discriminación positiva por lo que exponemos, porque mantiene en la sociedad la idea de la discriminación.

Eduardo Montagut, Doctor en Historia

Origen y evolución de los partidos políticos

Primer Consejo de Ministros de la II República

Primer Consejo de Ministros de la II República

En estos tiempos de profunda crisis de los partidos políticos planteamos una breve aproximación a su origen y evolución histórica.

Aunque existían “partidos” en el Antiguo Régimen, referidos a facciones clientelares en las cortes de las monarquías absolutas, y que se vinculaban a privados, validos o ministros, en realidad, el origen de los partidos políticos estaría en los procesos revolucionarios liberales, iniciados en el último cuarto del siglo XVIII, con el precedente del parlamentarismo inglés. El derecho a participar en la política que trajo consigo el triunfo de la soberanía nacional generó la necesidad de articular las distintas posturas que aspiraban a estar representadas en los parlamentos en torno a organizaciones políticas con objetivos comunes. Así pues, los partidos terminaron por ser piezas básicas de la relación entre el Estado y la sociedad o, al menos, de la parte de la sociedad con derecho al sufragio. En el Parlamento inglés aparecieron los whigs y los tories, los primeros más partidarios del mismo, frente a los segundos más vinculados a la Corona. El siguiente paso se dio en la Revolución Francesa, surgiendo grupos, destacando entre ellos, los monárquicos constitucionales, los girondinos y los jacobinos, entre otros

En 1832 se aprobó la Reform Act en Gran Bretaña, que fue la primera gran extensión del sufragio en dicho país, incorporando al sistema político a toda la burguesía. Este hecho generó que los viejos whigs tuvieran que organizarse de forma distinta, transformándose en el Partido Liberal, con algunas reglas de disciplina interna y cierta coherencia ideológica, para organizar las elecciones y generar adhesiones personales hacia los líderes. Ese fue el espíritu que terminó por triunfar en los partidos políticos en los Estados liberales europeos: organizaciones de cuadros, élites y comités, donde primaban las fidelidades personales. En realidad, solamente funcionaban en los períodos electorales y no estaban muy cohesionados.

La transformación de los sistemas políticos liberales en democráticos a finales del siglo XIX, es decir, con el triunfo del sufragio universal, provocó un cambio radical en la estructura de los partidos, porque el derecho a participar en política se había extendido a todas las capas sociales, por lo que los partidos si querían acceder a cuotas de poder ya no podían organizarse como antaño. En este sentido, es muy importante la llegada de los partidos socialistas, profundamente interesados en incorporar a los obreros a la vida política, dado el triunfo de las tesis reformistas sobre las revolucionarias en el socialismo occidental. Estas formaciones fomentaron la educación política de las masas, empleando los mítines, las casas del pueblo, la prensa y promoviendo la afiliación. Al crecer de forma considerable, se estructuraron de manera distinta a como lo habían hecho los partidos liberales. Se crearon estructuras burocráticas estables frente a los cuadros y comités episódicos de los partidos liberales. Era el momento en el que nacían los políticos profesionales frente al político liberal burgués que no recibía remuneración por su trabajo político, dada su riqueza personal basada en la propiedad. Los partidos socialistas primigenios eran de aparato, es decir, con una estructura piramidal, basada en secciones o agrupaciones que conformaban un primer nivel. Después, estaban en un segundo nivel las federaciones territoriales hasta el tercer nivel o vértice, que estaba constituido por una comisión ejecutiva con una secretaría general, elegidas por delegados de los niveles inferiores en los congresos.

El éxito organizativo y electoral de los partidos socialistas europeos generó una reacción en los sectores políticos burgueses, conservadores, católicos y nacionalistas, promoviendo la creación de partidos de masas, con estructuras parecidas a los de aparato pero que no se dirigían a una clase social determinada. Este fenómeno comenzó en el período de entreguerras, pero terminó por consagrarse después de la Segunda Guerra Mundial Con el tiempo, los partidos socialistas terminaron por conjugar el modelo de partido de aparato con el de masas, al dirigirse no sólo a la clase obrera.

Conviene tener en cuenta la existencia de los partidos únicos en los Estados totalitarios, con estructuras rígidas, sin democracia interna, y con un líder indiscutible al que se rinde culto y obediencia ciega. Aunque las ideologías que defendían eran distintas, en esta categoría estarían los partidos fascistas y los comunistas de las dictaduras del proletariado. Estos partidos generarían un gran aparato burocrático paralelo al del Estado, aunque con claras interferencias del primero sobre el segundo.

Los nuevos partidos de aparato y de masas, con estructuras internas permanentes, crecientes y complejas, necesitaban recursos para mantenerse. La financiación partiría de las cuotas de afiliación de los militantes, pero terminaron por no ser suficientes. Con el tiempo, los Estados ha tenido que realizar aportaciones proporcionales al peso electoral de los partidos, cifrado en el número de escaños obtenidos en los parlamentos y otras instituciones representativas. Una tercera fuente de financiación vendría de las aportaciones o donaciones externas de particulares y empresas.

Por fin, hay que recordar la cuestión de la mujer en los partidos políticos. Su presencia era inexistente en los partidos liberales, dado que, aunque terminara por imponerse el sufragio universal sobre el censitario, la mujer no tenía derecho al voto ni a participar en política. La lucha sufragista terminó por conseguir el derecho al sufragio, pero no provocó una masiva incorporación de la mujer a la actividad política a través de los partidos. Un sector importante de mujeres de la clase obrera se incorporó a los partidos socialistas, pero tuvieron grandes problemas para tener protagonismo interno y acceder a áreas de poder, con algunas excepciones. Con el tiempo, algunas formaciones políticas, generalmente en la izquierda, terminaron por adoptar políticas de discriminación positiva en la elaboración de listas de cargos orgánicos internos o en las listas electorales para garantizar la presencia femenina.

Eduardo Montagut. Doctor en Historia.

Revolución Liberal e Iglesia Católica en España

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La Revolución Liberal en España generó un nuevo escenario de relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica, en principios conflictivas, aunque terminarían encauzándose hacia la colaboración, fruto del triunfo de las tesis más moderadas o conservadoras del liberalismo español.

La Constitución de 1812 estableció que la religión oficial de España sería la católica, por lo que parecía que se quería contemporizar con el viejo orden en esta materia. En realidad, era la única concesión de los liberales de Cádiz, y parece evidente la influencia del clero liberal que tanta importancia tuvo en la elaboración del texto constitucional.

Pero el liberalismo progresista tenía un proyecto político y económico que afectaba a la Iglesia en su base y poder económicos. La desamortización de Mendizábal supuso la expropiación de los bienes del clero regular para ser vendidos en pública subasta, con el fin de sanear la maltrecha hacienda y generar una clase adicta al nuevo sistema político, obviando, por otro lado, cualquier atisbo de reforma agraria. En consecuencia, una parte muy numerosa del clero abrazó la causa carlista, provocando casi un cisma en el seno de la Iglesia Católica española. La posterior Regencia de Espartero (1840-1843) tensionó mucho más la situación.

La llegada de los liberales moderados al poder de la mano de Narváez en 1844, inaugurando la conocida como Década Moderada, provocó un cambio en la política seguida por el Estado español en materia religiosa, de hondas repercusiones posteriores. El Partido Moderado era favorable a la reanudación de las relaciones con la Iglesia, buscando el apoyo de Roma y de los católicos hacia la reina Isabel II. Las negociaciones fueron arduas porque incluían las cuestiones económicas generadas por la desamortización, y por la necesidad de plantear un orden nuevo de relaciones que no podía seguir siendo el diseñado en el Concordato de 1753, propio del Antiguo Régimen, y que había sido fruto del regalismo español de la época de Ensenada. Pero el papa Gregorio XVI parecía más favorable a que se volviera a la situación anterior.

A causa de la desamortización de Mendizábal se habían vendido casi todos los bienes del clero regular y una parte de los del secular. Ya no se podrían restituir; a lo sumo, se podían paralizar las nuevas subastas y ventas. Además, como el diezmo había sido suprimido, una de las principales fuentes de financiación de la Iglesia había desaparecido y ni los moderados estaban dispuestos a restablecerlo porque conculcaría principios muy básicos del liberalismo en materia fiscal. Pero, por otro lado, el moderantismo aceptó el principio de que el Estado debía encontrar nuevas fuentes de financiación para la Iglesia. Las Constituciones de 1837 y de 1845 establecían que el Estado tenía la obligación de mantener el culto y sus ministros, una prueba más de que no eran textos constitucionales tan distintos, como tradicionalmente se defiende. Había que decidir de dónde se sacaría la financiación y establecer el monto de la misma. Pero esos no eran los únicos problemas relacionados con lo económico. Si el Estado tenía la obligación de mantener a la Iglesia, había que dilucidar si lo debía hacer como compensación por los bienes expropiados y dejar que el clero dispusiera libremente de la cantidad entregada, o si los eclesiásticos recibirían un salario como funcionarios del Estado, algo así como una adaptación española de la constitución civil del clero de la Revolución francesa, salvando los aspectos más radicales de la misma. Comenzaron unas negociaciones que duraron siete años.

En el año 1845 se llegó a un primer acuerdo entre los diplomáticos españoles y los cardenales, en el que diseñaron soluciones a las dos cuestiones que generaban más fricciones: la provisión de las sedes vacantes y la dotación económica de la Iglesia. Pero no se firmó el Concordato por la presión de los progresistas en el Congreso de los Diputados, porque consideraban que era muy favorable para los intereses de la Iglesia. La llegada de Pío IX, un papa más flexible que el anterior, imprimió un poco de dinamismo al proceso negociador.  Por otro lado, tenemos que tener en cuenta que las tropas españolas colaboraron para que el pontífice recuperara su poder después de la experiencia revolucionaria que había llevado al establecimiento de la República romana con Mazzini. Por fin, el 16 de marzo de 1851 se firmó el Concordato.

El Concordato consagraba la paralización de la venta de los bienes de la Iglesia, aunque, a cambio, tenía que renunciar a reclamar la restitución de los bienes ya vendidos. En realidad, la cuestión de la financiación de la Iglesia comenzó antes. La ley que sacó adelante Mendizábal en 1837 abolía los diezmos, nacionalizaba los bienes del clero secular, y establecía que las rentas que generaban estos bienes debían ser administradas por unas juntas diocesanas para el sostenimiento de la Iglesia. Pero la propia ley creaba una alternativa, ya que el primer medio era insuficiente para el objetivo que se pretendía. La ley creaba la Contribución de Culto y Clero, que debía recaudarse a través de un sistema de repartimiento. A medida que se fueran vendiendo los bienes, la Contribución adquiriría un mayor peso en el conjunto de los fondos destinados para sostener a la Iglesia, hasta que fuera la única fuente. Pero esta reforma de Mendizábal no se pondría en marcha porque al poco tiempo dejó sus responsabilidades políticas por el complot de los moderados que derribó al gobierno de Calatrava.

Cuando regresaron los progresistas al poder en 1840 con Espartero se estableció la Contribución de Culto y Clero, que debía salir de los municipios, encargados de sostener el culto parroquial, de los bienes nacionalizados del clero y de un repartimiento provincial, que se fue elevando año tras año. Los moderados renovaron esta Contribución en el año 1844, aumentando considerablemente su cuantía. Mon, al frente de Hacienda, decidió que saliera de las rentas de los bienes devueltos a la Iglesia, ya que la desamortización fue paralizada en ese mismo año, dentro del intento de restablecer buenas relaciones con la Santa Sede, además de los plazos que faltaban por pagar de las propiedades ya vendidas, así como del producto de la Bula de Cruzada y de los territorios de las Órdenes Militares,  más lo que resultase de un impuesto sobre la riqueza rústica y urbana, ya que, el diezmo no se recuperó. La Iglesia tendría derecho a acumular un patrimonio propio, aunque, desde entonces, pasó a depender, en gran medida, de la asignación presupuestaria del Estado español. Si no se llegaba al total, que ascendía a 150 millones de reales, se recurriría al crédito.

Por otro lado, la Iglesia obtuvo el reconocimiento como única religión de la nación española, así como el carácter católico de la enseñanza en todos los niveles, permitiendo a las autoridades eclesiásticas velar e inspeccionar esta cuestión en los centros de enseñanza. Esta concesión se recogería en la creación del primer sistema educativo nacional con la Ley Moyano, y generaría una intensa polémica en la Universidad Central en los años sesenta entre los krausistas y los neocatólicos. En la misma destacó la intervención de Castelar. Posteriormente, esta cuestión religiosa en la educación provocaría otro conflicto en la recién inaugurada Restauración canovista, y que llevaría a la creación de la Institución Libre de Enseñanza.

Eduardo Montagut. Doctor en Historia.