Los orígenes del antimilitarismo en España

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La oposición al ejército ha adoptado diversas formas a lo largo de la Historia española. En este artículo nos centraremos en la oposición que en amplias capas populares generó el reclutamiento y el servicio militar en la crisis del Antiguo Régimen y en la época liberal.

Al parecer, se puede detectar un claro rechazo a servir al rey en las armas ya en el Antiguo Régimen. Algunos textos del siglo XVIII nos informan de este rechazo, que pudo darse de forma paralela al descontento fiscal o ante la escasez y subida del precio del pan y otros víveres. La desconfianza popular hacia el ejército se sustentaba en las experiencias que se vivían a causa de los desmanes y daños económicos que las tropas ocasionaban cuando se alojaban en los pueblos y aldeas camino de alguna campaña militar.

Pero la cuestión se complicó cuando se produjo el cambio del sistema de reclutamiento en tiempos del rey Carlos III, el gran reformador del ejército, ya que se transformó en un sistema regular anual. Eso provocó un evidente rechazo. Al igual que existieron motines provocados por las crisis de subsistencia y/o por la presión fiscal, también los hubo contra las quintas, como el acontecido en Barcelona en 1773. Los territorios forales, por su parte, también experimentaron protestas porque, además, allí se aludía a que las quintas iban contra los fueros y costumbres propias. Es significativo que entre uno de los diversos factores que propiciaron el triunfo del pronunciamiento de Riego en 1820 estaría el del rechazo de la tropa a marchar a América a luchar contra los insurgentes, habida cuenta del peligro del viaje y, sobre todo, de lo penoso del servicio tan lejos, lleno de riesgos frente a quiénes luchaban por su independencia.

El Estado liberal introdujo, por su parte, novedades en relación con el reclutamiento que generarían un nuevo motivo de protesta. Aunque el liberalismo había promulgado el derecho y deber de todos los españoles de defender a la patria, en consonancia con lo que se venía defendiendo desde la Revolución Francesa, muy pronto se conculcó este principio. La Ley de Quintas del Trienio Liberal abrió la puerta a las excepciones, ya que establecía que el servicio militar podía ser desempeñado mediante sustitutos. La Ordenanza de 1837 creó la fórmula de la redención en metálico para librarse del servicio bajo pago de una cantidad, y la figura de la sustitución, por la que también mediante pago, un quinto prestaba servicio por otro. Era evidente que solamente los hijos de las clases elevadas podían afrontar estos desembolsos, por lo que casi exclusivamente prestaban el servicio militar los hijos de los obreros y campesinos. Tenemos que tener en cuenta que el servicio militar era muy largo, impidiendo poder trabajar y desarrollar una vida propia, y con unas condiciones nada prometedoras y sí muy degradantes. Para rematar lo poco atractivo del servicio estaba el largo tiempo en el que un soldado licenciado seguía a disposición de las autoridades militares para ser llamado a filas ante el estallido de un conflicto. Pensemos en la dureza de las guerras carlistas, especialmente de la primera, o después de las guerras en Cuba y Filipinas donde, por lo demás, era casi más fácil morir de una enfermedad que en combate.

Muchos motines del siglo XIX combinaron la protesta fiscal contra los consumos, los odiados impuestos indirectos sobre productos de primera necesidad con la protesta contra las quintas. El apoyo popular a la Revolución de 1868 que derribó el sistema liberal isabelino y que pretendió construir uno mucho más democrático se basó en las supuestas promesas de abolición de las quintas. Pero el Gobierno Provisional optó por un reformismo más político que social frenando todos los impulsos radicales. El caso de las quintas, en este sentido, es significativo, porque se mantuvieron. Este hecho desencadenó protestas y revueltas. Importantes fueron las que se dieron en Cataluña y Andalucía exigiendo el fin de las mismas. Los republicanos federalistas prometieron, establecida la Primera República, su abolición, pero, como es sabido, dicho proyecto político duró muy poco tiempo.

A finales del siglo XIX, el antimilitarismo creció y se hizo más sofisticado, ya que recibió la influencia del movimiento obrero, por lo que se planteó desde diversos puntos de vista y de forma más global, atacando al ejército de forma contundente. Famoso fue el periódico El Globo, a mediados de la última década del siglo, con sus artículos demoledores sobre la vida de los oficiales y la hipocresía del valor patriótico. El socialismo español desarrolló una intensa campaña contra la redención planteando que atacaba la igualdad cuando estalló la Guerra de Cuba, aunque el conflicto fue criticado en su totalidad por más razones.

El Desastre del 98 abriría una nueva etapa en la Historia del antimilitarismo en España, a las puertas del intenso siglo XX.

Eduardo Montagut. Doctor en Historia.

Educación y liberalismo democrático en el XIX

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La Revolución de 1868 comenzó a gestarse con el Pacto de Ostende (1866), uniendo a progresistas y demócratas contra el sistema isabelino. A la muerte de O’Donnell, los unionistas se unirían al pacto. La revolución se inició el 17 de septiembre de 1868 con la sublevación del almirante Topete en la bahía de Cádiz, apoyado por Prim (progresista) y Serrano (Unión liberal). El movimiento se extendió por la geografía española con levantamientos populares y organización de juntas revolucionarias locales. Serrano venció al ejército gubernamental en la batalla de Alcolea. La reina huyó a Francia. Ese es el momento en el que se constituyó un gobierno provisional presidido por el general Serrano y se convocaron elecciones a Cortes Constituyentes por sufragio universal directo para enero de 1869.

Pues bien, en el Manifiesto del Gobierno provisional donde se exponían los principios fundamentales proclamados por la Revolución, y publicado el 25 de octubre de 1868, la educación adquiere un protagonismo que no había tenido en otros manifiestos y proclamas. Este manifiesto se fundamenta en los principios liberales progresistas y democráticos, en la defensa del sufragio universal y de las libertades: de culto, de imprenta (expresión), de reunión, asociación y de educación, frente a la concepción moderada y conservadora del liberalismo, que había dominado en el sistema político isabelino.

Del Manifiesto entresacamos el párrafo dedicado a la enseñanza:

“La libertad de enseñanza es otra de las reformas cardinales que la revolución ha reclamado y que el Gobierno provisional se ha apresurado a satisfacer sin pérdida de tiempo. Los excesos cometidos en estos últimos años por reacción desenfrenada y ciega, contra las espontáneas del entendimiento humano, arrojado de la cátedra sin respeto a los derechos legal y legítimamente adquiridos y perseguido hasta en el santuario del hogar y de la conciencia; esa inquisición tenebrosa ejercida incesantemente contra el pensamiento profesional, condenado a perpetua servidumbre o a vergonzoso castigo por Gobiernos convertidos en auxiliares sumisos de oscuros e irresponsables poderes; ese estado de descomposición a que había llegado la instrucción pública en España, merced a planes monstruosos, impuestos, no por las necesidades de la ciencia, sin por las estrechas miras de partido y de secta; ese desconcierto, esa confusión, en fin, cuyas consecuencias hubieran sido funestísimas a no llegar tan oportunamente el remedio, han dado al Gobierno provisional la norma para resolver la cuestión de la enseñanza, de manera que la ilustración, en vez de ser buscada vaya a buscar al pueblo, y no vuelva a verse el predominio absorbente de escuelas y sistemas más amigos del monopolio que de la controversia”.

Como se puede comprobar, el Manifiesto criticaba el sistema educativo de la época de Isabel II, establecido desde presupuestos muy conservadores y con veladas alusiones a la Iglesia, sin citarla explícitamente. Es muy importante la alusión a la falta de libertad de cátedra. Tenemos que recordar el incidente provocado por un artículo del profesor Emilio Castelar, titulado “El rasgo”, donde se criticaba a la reina por no haber cedido todo su patrimonio con el fin de reducir la deuda pública. Castelar fue apartado de su cátedra, así como otros profesores de la Universidad de Madrid. Los estudiantes se manifestaron, sufriendo una brutal represión, con varios muertos y heridos, en la conocida como noche de San Daniel de 1865.

La libertad de enseñanza se reguló en el Decreto de 21 de octubre de 1868. En la disposición se establecía que el Estado carecía de autoridad para condenar las teorías científicas y debía dejarse a los profesores en libertad para exponer y discutir lo que pensasen. También, debían ser libres para elegir métodos de enseñanza y libros de textos, así como para elaborar sus programas educativos. Estas disposiciones consagraban la libertad de cátedra. También, se ratificaba la libertad absoluta para crear centros educativos, sin limitación alguna; de hecho, la Constitución de 1869 establecía en su artículo 24 que todo español podría fundar y mantener establecimientos de instrucción o educación sin previa licencia, salvo la inspección de la autoridad competente por razones de higiene y moralidad. La libertad llegaba a los alumnos de centros públicos y privados, sometiéndoles a ambos a unos mismos exámenes y tribunales. Es importante, por otro lado, la aplicación de la libertad a algo que nos parece muy moderno. Nos referimos a la duración de los estudios, de manera que no podía ser igual para “capacidades desiguales”, es decir, que había que entender que existían alumnos que necesitaban más tiempo para aprender.

Aunque hubo un claro interés en el Sexenio por elaborar una nueva ley general de educación, basada en los principios progresistas y democráticos del liberalismo, no terminó de cuajar, seguramente por la fuerte inestabilidad política, generada por muchos factores. Sí se llevó a cabo una reforma en la enseñanza media, a través del Decreto de 25 de octubre de 1868, que reorganizó esta etapa educativa. Se modificó el plan de estudios, introduciendo novedades: promoción del castellano frente al latín en el bachillerato, materias nuevas como psicología, arte e historia de España, principios fundamentales del derecho, enseñanzas de agricultura y comercio, etc.

Las reformas introducidas en el Sexenio Democrático fueron muy matizadas y contrarrestadas en los inicios de la Restauración, cuando Cánovas estableció el nuevo sistema político. Pero en el último cuarto de siglo se vivió un intenso debate sobre la libertad de enseñanza, naciendo, como respuesta a la cerrazón gubernamental, la experiencia pedagógica más importante de nuestra historia contemporánea, la Institución Libre de Enseñanza.

Eduardo Montagut.- Doctor en Historia

Educación y Revolución Francesa

Talleyrand

Talleyrand

La educación no fue, en principio, prioridad inmediata para los primeros revolucionarios franceses. En la Asamblea Nacional Constituyente no se trató de forma exhaustiva, ni con la importancia de otras cuestiones. Se encargó de la instrucción pública a un comité que debía preparar un informe, y que terminaría por ser elaborado por Talleyrand.

En el Título Primero de la Constitución de 1791 sobre las disposiciones fundamentales garantizadas por la Constitución se aludía a que se crearía y organizaría la instrucción pública, común a todos los ciudadanos. Por otro lado, también se establecía la necesidad de la creación de festividades nacionales con el fin de mantener la fraternidad entre los ciudadanos, vinculándoles a la patria y a las leyes, es decir, se estaba apostando por la educación cívica. Esta sería una de las primeras características del nuevo sistema educativo francés. En materia religiosa, la Revolución Francesa fue neutral. Lo que se pretendía era formar ciudadanos.

En la Asamblea Nacional Legislativa, el Comité de Instrucción Pública no planteó un plan de reforma de la enseñanza en Francia. Pero era necesario, y no tanto por las carencias heredadas del Antiguo Régimen, sino porque el 18 de agosto de 1792 se decidió que ninguno de los niveles de la enseñanza fuera confiado a las órdenes religiosas, que habían sido suprimidas. Todas las niñas y jóvenes recibían educación de congregaciones femeninas, y la mayoría de los chicos en las congregaciones masculinas.

La educación fue elevada a derecho en la Declaración de los Derechos del Hombre, incluida como preámbulo de la Constitución de 1793. En el artículo 22 se manifestaba que la instrucción era una necesidad común. La instrucción debía estar al alcance de todos los ciudadanos. Fue un principio fundamental que aportó la Revolución Francesa. Posteriormente, la Constitución de 1795 dedicó el Título X a la instrucción pública. En Francia debía haber escuelas primarias donde los alumnos aprendieran a leer, escribir, “elementos de cálculo y de moral”. La República mantendría a los profesores alojados en las escuelas. Además, debían existir escuelas superiores por todo el territorio, al menos una cada dos departamentos. Se reconocía la existencia de la enseñanza privada, ya que cualquier ciudadano tendría derecho a crear establecimientos educativos. También se incluyó la cuestión de las fiestas patrióticas. Así pues, se creaba la escuela pública pero se permitía la existencia de la privada, otro rasgo del nuevo sistema educativo que se estaba configurando.

Una vez establecida que la educación sería una prioridad para la Convención, como hemos visto en el Título X, el nuevo Comité de Instrucción Pública se puso a trabajar. Curiosamente, muchos de sus componentes habían pertenecido al Comité de la Asamblea Nacional. Por fin, en diciembre de 1793 la Convención aprobó una ley para desarrollar y garantizar lo dispuesto en el artículo 22 de la Constitución. Se instituyó la instrucción obligatoria y gratuita para todos los niños de 6 a 8 años. Los padres que no mandasen a sus hijos a la escuela podrían perder sus derechos cívicos. Sería responsabilidad municipal la selección, retribución y control de los maestros. En cambio, los libros de texto serían competencia nacional. El estado francés no renunciaba al control del currículo escolar.

En 1794, el Comité de Instrucción Pública presentó el balance sobre lo realizado en el curso 1793-1794. Aunque la investigación ordenada obligaba a todos los distritos a enviar la información a París, no llegaron muchos; pero lo más importante fue la constatación del fracaso de la política establecida, ya que solamente una minoría había abierto la escuela que se había previsto. En noviembre de ese mismo año se elevó un informe que planteaba una alternativa para la enseñanza primaria. Se suprimía la obligatoriedad, y ya no era obligatorio abrir escuelas en todos los municipios, solamente una por cada mil habitantes. Se estipulaba también la remuneración para los maestros y las maestras, siendo menor para éstas. La enseñanza sería segregada. En octubre de 1795 se suprimía la gratuidad de la enseñanza primaria. Los padres deberían sostener a los maestros. Parece evidente el giro conservador en materia educativa en el nivel de primaria. Imaginamos que la supresión de la obligatoriedad y la gratuidad pudieron incidir en los índices de escolaridad, aunque no tenemos datos para afirmar lo que exponemos. Presumimos que los niños eran necesarios en las tareas agrícolas, domésticas y en los talleres. Si no era obligatorio y, además, había que pagar la enseñanza, muchos no debieron ir a la escuela.

En la época del Directorio, además, se dio otra disposición muy importante con relación a la enseñanza, que podríamos definir como secundaria o media. El 25 de febrero de 1795 se aprobaba la creación de escuelas centrales en cada departamento. Se pretendía unificar la enseñanza en Francia. Si se había apostado por la unidad de la República, solamente podía haber unidad en la enseñanza, otro rasgo de la educación que nace de la Revolución francesa, y que se relaciona con la anterior cuestión relativa a los libros de texto. En octubre se publicó el plan de enseñanza de las escuelas centrales. Cada escuela tendría trece profesores que se encargarían de asignaturas específicas: matemáticas, física y química, historia natural (ciencias naturales), lógica, “análisis de las sensaciones y de las ideas”, economía política (el gran saber promocionado por la Ilustración), higiene, artes y oficios, artes y dibujo, gramática, literatura, lenguas vivas y antiguas. Los profesores serían seleccionados, examinados y fiscalizados por un Jurado Central de Instrucción, nombrado por el Comité de Instrucción Pública de la Convención.

Las escuelas tendrían tres secciones en función de la edad de los alumnos. La primera comprendería a los alumnos entre 12 y 14 años. En esta sección se cursaría dibujo, historia natural y las lenguas. Entre 14 y 16 años la formación se basaría en las matemáticas, física y química y lógica. Por fin, la tercera sección abarcaría a los alumnos entre 16 y 18 años, que estudiarían literatura, historia y legislación.

En relación con la enseñanza superior, la Convención estableció una serie de grandes escuelas. La Escuela de Central de Trabajos Públicos se creó en septiembre de 1795, aunque cambió su nombre por Escuela Politécnica, para la formación de ingenieros. El Conservatorio de Artes y Oficios estaba destinado para la formación de técnicos. Se creó también en septiembre de 1795. La Escuela Normal de París se creó para formar a los maestros.

Las Universidades fueron suprimidas por un decreto de 16 de septiembre de 1793. Al año siguiente se crearon, como alternativa en el área sanitaria y científica, tres escuelas de sanidad, en París, Montpellier y Estrasburgo. Estas escuelas contaban con laboratorios, colecciones de ciencias naturales y un hospital. Por su parte, la enseñanza de las humanidades se repartía entre la Biblioteca Nacional, el Museo Arqueológico, el Louvre y el Conservatorio de Música.

Por su parte, el Colegio Real no fue abolido, sino que fue transformado en Colegio de Francia. Las Academias creadas por la Monarquía en distintas épocas fueron reemplazadas por el Instituto Nacional de las Ciencias y Artes, con tres secciones: ciencias físicas y matemáticas, ciencias morales y políticas, y literatura y bellas artes. También estaría el Museo de Historia Natural, heredero del Jardín del rey, y se encargaba de impartir enseñanza superior en ciencias naturales.

Eduardo Montagut

La enseñanza de la religión en la escuela liberal española

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En este trabajo estudiamos la inclusión de la enseñanza de la religión y moral católicas en los planes educativos del Estado liberal.

El liberalismo español estableció la secularización de la enseñanza. Si la Iglesia había ejercido casi el monopolio educativo durante el Antiguo Régimen, en el nuevo sistema político surgido de la Revolución liberal el Estado debía asumir el protagonismo en la enseñanza, aunque permitiese la existencia de la escuela privada. Por un lado, la Constitución de 1812 elevó la educación a un derecho, aunque, posteriormente los textos constitucionales no la incluyesen, y, por otro lado, la desamortización desposeyó a la Iglesia de la mayor parte de sus establecimientos educativos. Pero una cuestión era que el Estado regulase todo lo relacionado con la enseñanza y otra muy distinta que esa enseñanza fuera laica. El liberalismo español siempre consideró imprescindible la enseñanza de la religión católica en los niveles primario y secundario porque partía del reconocimiento constitucional de esta confesión como oficial en España. El artículo 12 de la Constitución de 1812 señalaba que la religión de la nación española era y sería “perpetuamente la religión católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. El mandato constitucional era inequívoco y contundente, siendo una de las pocas concesiones a los diputados absolutistas de las Cortes de Cádiz. Pero, además, el propio texto constitucional ordenaba que en las escuelas de primeras letras había que enseñar el catecismo de la religión católica, del mismo modo que los alumnos debían aprender las “obligaciones civiles”. Por su parte, la Constitución de 1837 en su artículo 11 establecía que la nación estaba obligada a mantener el culto y los ministros de la religión católica, que profesaban los españoles. Por fin, la Constitución de 1845, además de seguir estipulando la obligación de la nación a mantener el culto, en la misma línea que el texto constitucional anterior, señalaba, previamente, que la religión de la nación española era la católica, apostólica y romana.

Así pues, en consonancia y derivando de los mandatos constitucionales, el sistema educativo liberal incluyó la religión católica en los planes que se fueron elaborando y sucediendo. El Proyecto de Decreto para el arreglo general de la enseñanza pública de 1814 establecía que en las escuelas de primeras letras los niños debían aprender el catecismo religioso y moral “que comprenda brevemente los dogmas de la Religión y las máximas principales de buena conducta y buena crianza”. Los autores del dictamen de este proyecto legislativo defendían la necesidad, junto con el inicio del estudio de los derechos y deberes de los ciudadanos, de que se grabasen en el corazón de los niños los principales dogmas de la religión católica. Esta enseñanza debía emprenderse a través de catecismos breves y claros. En cambio, la religión no tenía cabida en el nivel de segunda enseñanza, seguramente, porque no lo especificaba la Constitución, como sí lo hacía en el caso de las escuelas de primeras letras. El Reglamento de Instrucción Pública de 1821, en el Trienio Liberal, recogía el espíritu y letra del Proyecto de 1814 al establecer el aprendizaje de los dogmas de la religión en un catecismo. De la misma manera que lo presentado en las Cortes en 1814, el Reglamento del Trienio no decía nada de la enseñanza de la religión católica en el nivel educativo medio.

El Plan del duque de Rivas del año 1836 introdujo la religión entre las asignaturas que debían impartirse en la instrucción secundaria pública. Tanto en el nivel elemental como en el superior se enseñarían “Elementos de Religión, de Moral y de Política”, aunque con más extensión en el segundo, al igual que pasaba con el resto de materias.

El Reglamento de las Escuelas Públicas de Instrucción Primaria Elemental de 1838 dejó muy clara la importancia de la enseñanza religiosa y desarrolló de forma exhaustiva cómo debía ser dicha enseñanza en este primer nivel educativo. La “instrucción moral y religiosa” era considerada como fundamental para la educación de los niños, y como un medio para evitar “la corrupción de costumbres”, aunque se reconocía que era difícil el ejercicio de las “facultades morales”, ya que no existía una didáctica clara sobre cómo enseñar valores como la paciencia, la sobriedad, el valor o la docilidad. En todo caso, era fundamental que la enseñanza que recibiese el pueblo fuese religiosa. El capítulo quinto del Reglamento se dedicó monográficamente a la religión. En primer lugar, se ordenaba que en las escuelas primarias el estudio de la religión católica quedaría bajo la inspección directa del párroco o del miembro eclesiástico de la Comisión local. Las autoridades eclesiásticas conocerían de antemano todas las lecciones y ejercicios relacionados con la religión que se iban a impartir en la escuela. Las clases comenzarían siempre con una oración. Todos los días se enseñaría la doctrina cristiana aplicándose a una parte de la historia sagrada. Cada tres días, durante un cuarto de hora, un alumno leería un capítulo de la Biblia, especialmente del Nuevo Testamento, terminando con una explicación por parte del maestro. Los niños debían ir a la misa dominical con su maestro.  La tarde de los sábados estaría dedicada, exclusivamente, al examen de la doctrina e historia sagrada estudiadas en la semana, así como al estudio del catecismo. Los alumnos debían aprender las preguntas y respuestas del catecismo y se harían preguntarse unos a otros. El párroco o el miembro eclesiástico de la Comisión local debía examinar sobre este particular, al menos una vez al mes. La sesión vespertina del sábado terminaría con la lección del Evangelio del día siguiente, el rezo del rosario y una oración por la salud de los reyes y por la prosperidad del país. Los maestros tenían la obligación de acompañar a los alumnos, una vez que hubieran hecho la primera comunión, a la Iglesia para que se confesasen cada tres meses, con el propósito de que fueran adquiriendo los hábitos relacionados con los actos religiosos. Para que los beneficios que proporcionaba la enseñanza religiosa no se perdiesen fuera de la escuela se instaba a los maestros a que mantuviesen reuniones con los padres de sus alumnos.

El Plan Pidal de 1845 también incluía la religión católica en la segunda enseñanza. En el nivel elemental de la misma, en el segundo curso, los alumnos aprenderían principios de moral y religión, aunque no aparecía en el nivel de ampliación de la segunda enseñanza.

Por fin, la Ley Moyano de 1857 establecía el aprendizaje de la doctrina cristiana y de la historia sagrada adaptada a los niños en el nivel de primera enseñanza elemental. En el primer nivel de la segunda enseñanza existía una asignatura parecida a la de primaria, aunque, presumiblemente con más contenido. En el segundo nivel de esta enseñanza la materia pasaba a denominarse “religión y moral cristiana”.

Eduardo Montagut. Doctor en Historia.