El origen de la política militar de Azaña

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El hecho que provocó que Azaña comenzara a preocuparse de los asuntos militares llegaría, sin lugar a dudas, con el estallido de la Gran Guerra, su conocimiento directo de la misma en los frentes, y su participación en la polémica entre aliadófilos y germanófilos. Esta situación le llevaría a escribir sobre el civismo, el patriotismo vinculado al mismo y la misión del Ejército en una democracia.

El estallido de la Primera Guerra Mundial provocó un intenso debate en España sobre la postura a tomar y sobre los dos bandos. La opinión pública se dividió entre aliadófilos y germanófilos. A grandes rasgos, los liberales, republicanos y, en realidad, los socialistas después de un intenso debate en su seno, se decantaron por distintas razones por la Entente, frente a los conservadores, carlistas y otros sectores vinculados a las futuras extremas derechas, que preferían la causa de los Imperios Centrales. Azaña no podía dejar de intervenir en la polémica.

Un año antes del estallido del conflicto, Manuel Azaña había ingresado en el Partido Reformista de Melquiades Álvarez, además de ser elegido secretario del Ateneo en una candidatura presidida por Romanones. En 1914 desistió de presentarse a las elecciones por su localidad natal, Alcalá de Henares, y al iniciarse la Guerra, se lanzó con su vehemencia habitual a favor de la causa de los aliados. En primer lugar, abrió el Ateneo a los intelectuales franceses para que defendieran su postura, y respaldó el “Manifiesto de Adhesión a las Naciones Aliadas”, que se publicó en julio de 1915 en la revista “España”.

En el mes de octubre de 1916, cuando la guerra ya se había convertido en una sangría, marchó a Francia junto con otros intelectuales españoles para conocer el conflicto de cerca, visitando el frente, donde comprobó lo que era realmente el horror.

En febrero de 1917 se constituyó la Liga Antigermanófila, que reunió a destacados líderes políticos republicanos, socialistas y reformistas. En abril se celebró un mitin que iba dirigido a todas las izquierdas españolas y que se había organizado para responder a otro de Antonio Maura. Azaña firmó el Manifiesto de la Liga. Los aliadófilos fueron muy activos y se enfrentaron vehementemente a los germanófilos. Al respecto, Azaña dictó una conferencia en el Ateneo donde comentó, según su opinión, las razones de los germanófilos y explicó la causa de la neutralidad española, vinculada a sus carencias militares. Otro de los aspectos fundamentales de la conferencia tiene que ver con el primer planteamiento sobre su concepción de las Fuerzas Armadas, que luego inspiraría sus reformas. Azaña admiraba a los franceses por su virtud cívica, la raíz de su patriotismo, que había sido la fuerza que había permitido frenar el casi arrollador avance germano al comenzar la contienda cuando casi llegaron a París. No cabe duda que Azaña, en su francofilia, estaba sentando las bases de un patriotismo muy distinto del que el Ejército y las derechas estaban desarrollando en ese momento y que culminaría en la Segunda República.

Azaña visitó el frente italiano en septiembre de 1917 con Unamuno, Américo Castro y Santiago Rusiñol. Dos meses después regresó al frente francés.

En enero de 1918 profundizó más en la cuestión porque inició un ciclo de conferencias en el Ateneo sobre la política militar francesa, y que debían ser el germen de una obra impresa de gran envergadura sobre Francia, pero que solamente se concretó en un volumen que trataba, precisamente, de la cuestión militar. Azaña planteó claramente lo que ya había apuntado anteriormente en relación con la virtud cívica, el patriotismo y el Ejército. Azaña hablaba del contrato social que creaba la colectividad, el Estado, recogiendo toda la tradición de pensamiento liberal y democrático. El Ejército sería una de las instituciones fundamentales que actualizaban ese pacto porque lo hacía para defender la nación, los ciudadanos, sin distinción de clase, y para ello los militares estaban dispuestos a dar su vida, de ahí la gravedad de su misión. Aquí debemos encontrar, insistimos, la base ideológica de su posterior política reformista.

El Partido Reformista le encargó que elaborara su programa sobre el Ejército y la Marina. En ese momento ya explicó la necesidad de alejar al Ejército de la política, la reducción del número de oficiales y del tiempo del servicio militar.

Eduardo Montagut

Arabia Saudí e Irán en Oriente Medio. Introducción

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Comenzamos hoy en el Blog La mirada a Oriente una serie de artículos bajo el título de “Arabia Saudí e Irán en Oriente Medio con la que pretendemos analizar el presente, pasado y futuro de las relaciones entre estas dos potencias de Oriente Medio.

Irán y Arabia Saudí se erigen, junto con Turquía e Israel,  en potencias regionales, en términos de tamaño de su economía, dotación de recursos, dimensión de población y territorio, poder militar – gasto en defensa, y estabilidad política.

Desde hace años Riad y Teherán compiten por influencia en la política interna de los Estados débiles de la región, procurando situar a sus clientes en la situación óptima para imponerse en los conflictos locales. Libran una guerra indirecta o por delegación a través de actores estatales y no estatales, una “Guerra Fría” como la han denominado muchos. La rivalidad y desconfianza creciente entre ellos promueven más conflictos y competición económica, según la prestigiosa revista Strategic Survey (2017). En los últimos años sus relaciones bilaterales se han deteriorado tanto que Riad y Teherán rompieron relaciones diplomática en enero de 2016.

La relación ha conocido tiempos mejores en los que la cooperación ha sido el elemento predominante. Antes de la Revolución Islámica de 1979, las dinastías Saud de Arabia Saudí y Pahlevi de Irán se unieron para combatir los movimientos radicales, nacionalistas y socialistas, garantizar el flujo estable de petróleo a Occidente y aumentar su riqueza; antes de 1979, Riad y Teherán eran aliados estratégicos EE.UU en Oriente Medio.

Arabia Saudí e Irán comparten geografía, historia y religión. La meseta iraní frente a la península arábiga, bañadas ambas por el Golfo Pérsico, han sido testigos de siglos de convivencia, coexistencia y conflicto. El Islam juega un papel clave en estas dos sociedades, y sus dirigentes son maestros en el uso estratégico de la religión dentro y fuera de sus fronteras.

Desde 2003 un rosario de cambios geopolíticos han afectado notablemente Oriente Medio, la relación entre estas dos potencias y las costuras de la Monarquía Saudí y de la República Islámica: la intervención norteamericana en Iraq y la Primavera árabe  nos han dejado un Estado árabe debilitado, la autosuficiencia energética de EE.UU y su retirada parcial de la región ha creado un vacío de poder, el descenso de los precios del petróleo, y finalmente el Pacto Nuclear de 2015 entre Irán y la comunidad internacional.

En el plano externo Irán ha sido el gran beneficiadoHa superado parcialmente el aislamiento internacional al que ha estado sometido durante décadas, en los últimos años a raíz de su programa nuclear. El punto de inflexión fue la rúbrica del Pacto Nuclear en 2015, que le ha permitido mejorar su posición internacional, éxito diplomático que unido a los triunfos militares y de sus clientes en Estados árabes debilitados, ha alarmado a la Monarquía saudí. La Casa de Saud, que percibe la República Islámica como una amenaza existencial desde 1979, ha reaccionado sustituyendo la diplomacia conservadora y predecible que fiaba su seguridad a EE.UU (hoy en retirada) por una estrategia de seguridad más autónoma, nacionalista, asertiva y ofensiva, basada en el rearme y encaminada a contener a Irán.  No obstante, la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump ha envalentonado a la Monarquía saudí y ha puesto en guardia a Irán.

En un post de esta serie examinaremos los vectores del conflicto y las razones que subyacen a la escalada reciente. Será el momento de examinar las diferencias político-ideológicas de estos dos regímenes, sus concepciones del papel del Islam en la sociedad y sus ambiciones de hegemonía regional enraizadas en el pasado imperial de ambos. En ese post nos detendremos en el cisma dentro del Islam entre la corriente suní, la mayoritaria en el Islam, que pretende liderar Arabia Saudí y la corriente chií, predominante en Irán desde principios del siglo XVI; intentaremos dilucidar si las tensiones sectarias son la causa o la consecuencia del choque entre estos dos colosos regionales.

En el plano interno, estas dos economías rentistas dependientes de los ingresos de la exportación de hidrocarburos muestran signos de agotamiento después de tres años de precios bajos. A pesar de las diferencias de renta per cápita (4.862$ en Irán frente a 20.653$ en A. Saudí, en 2015), algunos retos a los que se enfrentan son muy similares. En aras de la contención del déficit el Estado saudí se ha visto obligado a recortar sus generosas prestaciones sociales. El contrato social árabe, que ha permitido a la Monarquía saudí mantener un férreo control de todo el poder a cambio de garantizar el bienestar social, está en un brete.

Por su parte, los presidentes iraníes Ahmadinejad (2005-2013) y Rohani (2013-) recortaron subsidios en un escenario de recesión económica y sanciones internacionales contra el programa nuclear iraní. El régimen iraní es consciente del distanciamiento creciente con el pueblo, en particular, después de las revueltas multitudinarias de 2009 (las más numerosas después de 1979) cuando el Movimiento Verde, reformista, sacó a cientos de miles de iraníes a las calles para protestar contra la reelección fraudulenta del presidente Ahmadinejad, y fue aplastado por el régimen.

Ambos países se enfrentan a esos desafíos con dos regímenes inmersos en un cambio generacional de su clase dirigente. Mohamed Bin Salman (32 años), el príncipe heredero saudí que ha adelantado en la línea sucesoria a sus tíos, los hermanos del Rey Abdulaziz Ibn Saud (fundador del Reino de Arabia Saudí en 1932), rompe con la gerontocracia que ha controlado Arabia Saudí hasta ahora. Ya ha asumido las riendas del poder y necesita afianzar su liderazgo interno. La sucesión del Ayatolá Ali Jamenei (78), Líder Supremo de la Revolución Islámica, una vez desaparecido Hashemi Rafsanjaní a principios de 2017, liquidará la generación del Imán Jomeini. El actual presidente, el centrista Hassan Rouhani, se encuentra bien posicionado para la carrera sucesoria.

Tanto la Monarquía saudí como la República Islámica han respondido a estos retos con ambiciosos proyectos modernizadores de sus estructuras económicas y sociales. Ambas cuentan con programas reformistas encaminados a diversificar y ensanchar su base económica con el fin último de proporcionar oportunidades laborales a unas poblaciones mayoritariamente jóvenes (con el 60% por debajo de 30 años), y así asegurar la viabilidad de sus modelos. La relajación de las costumbres y la carta nacionalista también se encuentran muy presentes en las estrategias de la monarquía saudí y del régimen iraní.

Estos factores internos y su incidencia en la Guerra Fría entre Irán y Arabia Saudí serán el objeto de otro post de esta serie.

Por último, dedicaremos un post a analizar los múltiples escenarios y planos en los que pelean Arabia Saudí e Irán: las guerras en Siria, Iraq, y Yemen, el conflicto político en el Líbano,  el bloqueo diplomático de Qatar o la división de la OPEC en torno al precio del petróleo. Uno de esos escenarios es Yemen en el que una coalición liderada por A. Saudí, que incluye los países más ricos y con las FF.AA mejor equipadas de la región, se revela incapaz de imponerse a los hutíes en el país más pobre de Oriente Medio. Por tanto, la eficacia de la política exterior y de seguridad trasciende el poder económico y militar, si éste se mide con los parámetros clásicos de PÌB, gasto en defensa, y equipamiento de FF.AA convencionales. Es la paradoja del poder que veremos en otro post.

Una advertencia antes de terminar esta introducción al tema. El enfrentamiento entre Irán y Arabia Saudí, siendo imprescindible para entender las dinámicas y tendencias dominantes en la región, no es la única fractura de la región. Por un lado, existe una pugna en el mundo suní sobre cuál debe ser el papel del Islam en la política: Turquía, Qatar, Arabia Saudí, los Hermanos Musulmanes, Egipto y las organizaciones terroristas DAESH y Al-qaeda son sus principales actores. El bloqueo diplomático de Qatar por una coalición de países encabezada por Riad se comprende mejor si tenemos en cuenta este enfoque adicional.

Por otro, las guerras civiles y los conflictos políticos en los Estados árabes debilitados (Yemen, Líbano, Iraq, Siria, Palestina) no arrancan con el enfrentamiento entre Riad y A. Saud. Pero una vez iniciados, los actores estatales y no estatales en esos conflictos (los Hutíes en Yemen, el régimen de Bashar el-Asad y las milicias islamistas en Siria, Hezbollah en el Líbano, los Hermanos Musulmanes en Egipto, HAMAS o al-Fatah en Palestina) compiten por el favor de Riad y Teherán, y de otros países como Rusia, y su ayuda militar, económica y diplomática. Las interferencias de las potencias regionales acaban exacerbando todavía más las tensiones internas y dando lugar a una espiral de tensión creciente en la región.

@lamiradaaoriente

 

La intervención del ejército en la España de Alfonso XIII

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En el reinado de Alfonso XIII el ejército español inició un camino claro hacia la intervención en la vida política del país y que desembocaría en el golpe de Estado de Primo de Rivera de 1923.

Las fuerzas armadas habían sufrido directamente las consecuencias del Desastre del 98. Los militares sentían que la clase dirigente y el país, en general, no les apoyaban lo suficiente. La guerra de Marruecos, por su parte, nunca fue popular por los desastres que causó, por el alto número de bajas que se produjo, y por el mantenimiento de los privilegios en el reclutamiento. Además, en el ejército se sentía que el empuje de los regionalismos y nacionalismos, especialmente del catalán, suponía una amenaza a la unidad de la patria. La explosión del movimiento obrero también era vista con temor en los cuarteles, especialmente a partir del triunfo de la Revolución Rusa de 1917. Por último, también habría que aludir a los problemas internos del ejército en cuestiones corporativas, entre los militares en la Península y los africanistas, ya que los primeros se consideraban relegados y agraviados en los ascensos frente a los primeros, que los obtenían rápidamente y no por antigüedad sino por méritos de guerra.

Aunque debe ser cuestionada la excesiva importancia que se ha dado al rey en este proceso de intervención militar, es cierto que Alfonso XIII tendió a mantener y fomentar estrechas relaciones con los militares más allá de las que establecía la Constitución, especialmente cuando comenzó a darse cuenta del peligro que suponía la tensión social para su reinado, habida cuenta de lo que estaba aconteciendo en gran parte de Europa con las Monarquías a partir del final de la Primera Guerra Mundial. Deberemos volver a esta cuestión cuando expliquemos el golpe de 1923 en un próximo artículo de esta serie.

Los hechos acontecidos en la noche del 25 de noviembre de 1905 en las redacciones barcelonesas de la revista ¡Cu-Cut! y el diario La Veu de Catalunya suponen el primer capítulo importante en el inicio de la crisis del sistema político de la Restauración, de las relaciones entre el poder civil y el militar, y entre el poder central y el catalanismo.

El 12 de noviembre de 1905 se celebraron elecciones municipales. En Barcelona ganaron las candidaturas de la Lliga Regionalista y los republicanos frente a las fuerzas dinásticas tradicionales, conservadores y liberales. Había sido una intensa campaña electoral. La Lliga organizó un acto el día 18 de noviembre para celebrar el triunfo. Se trataba de una cena festiva en el Frontón Condal de Barcelona, era el Banquet de la Victòria. Al terminar el acto se produjeron enfrentamientos entre catalanistas y republicanos.

El día 25, la revista ¡Cu-Cut!,una revista cultural y de humor, vinculada a la Lliga sacó un número dedicado al banquete. El dibujante Joan García Junceda relacionó en un dibujo dicho episodio con el desprestigio del ejército español, un tema ya recurrente en la prensa satírica de la época. El dibujo, en cuestión, reflejaba al fondo la entrada de los catalanistas al banquete, mientras dos personas, en primer plano, mantenían una conversación. Uno de dichos personajes era un militar vestido de gala, pero de forma anacrónica; el otro personaje era un civil. Este era el diálogo que entablaron:

“-¿Qué se celebra aquí, que hay tanta gente?

-El Banquet de la Victòria.

-¿De la victoria? Ah, vaya, serán paisanos”

Era una sátira sobre el mencionado desprestigio del ejército después del desastre colonial. Los militares no podían celebrar victorias. Pero el chiste fue censurado, por lo que no tuvo gran repercusión, pero en los cuarteles de la guarnición de la ciudad corrió muy pronto la voz de que aquello era una ofensa muy grave al honor militar. Cientos de militares se concentraron en la Plaza Real en la tarde del día 25 de noviembre para preparar una acción en respuesta. Por la noche saquearon los locales de la imprenta y de la redacción de la revista ¡Cu-Cut! y de la redacción de La Veu de Catalunya. En estos episodios hubo enfrentamientos con civiles. La violencia terminó en la madrugada.

El ejército aprovechó la circunstancia para obtener lo que pretendía desde hace tiempo, es decir, que las consideradas ofensas a la patria o al mismo ejército fueran materia de la jurisdicción militar. Para ello, había que hacer una reforma legislativa. Se presionó con fuerza al gobierno, que terminó por suspender las garantías constitucionales en la provincia de Barcelona. Montero Ríos dimitió el 2 de diciembre cuando supo que el rey había hablado con altos mandos militares a sus espaldas.

El nuevo gobierno de Segismundo Moret, con Romanones como ministro de la Gobernación, admitió a trámite el cambio legislativo deseado por los militares. Se trataba de la “Ley de Jurisdicciones”, que modificaba el Código de Justicia Militar. La Ley se aprobó el día 22 de marzo de 1906 y entró en vigor al día siguiente. Por esta ley la jurisdicción militar podía juzgar las críticas al ejército, la bandera o cualquier símbolo nacional. Generó una intensa polémica parlamentaria y en la opinión pública. Unamuno impartió una conferencia contra dicha Ley en el Teatro de la Zarzuela. La Ley estuvo en vigor hasta el 17 de abril de 1931 cuando Azaña la derogó. El día 20 de mayo de 1906 se levantó el estado de excepción en Barcelona.

El siguiente episodio importante de intervención militar sería la creación de las Juntas Militares de Defensa, especie de asambleas de jefes y oficiales del arma de Infantería que surgieron en el año 1916 y duraron hasta 1922. Nacieron con un elevado espíritu corporativo por varias causas. Por un lado, recogían parte del ideario regeneracionista que, como es bien sabido tuvo diversas interpretaciones desde distintas posturas ideológicas en un no muy articulado movimiento de cambio, pero además los militares estaban preocupados por el elevado coste de la vida en plena Gran Guerra y que les afectaba directamente, habida cuenta del desfase entre sus salarios y los elevados precios. Pero, sobre todo, sus integrantes eran contrarios a la política de ascensos practicada por las autoridades del Ministerio de la Guerra que promocionaban a los militares africanistas por méritos de guerra de forma muy rápida frente a los tradicionales ascensos por antigüedad, que seguían un proceso mucho más lento.

El pretexto que impulsó a la creación de estas Juntas se produjo por una orden del gobierno de Romanones que exigía pruebas de aptitud a los oficiales que quisieran ascender. Un sector de oficiales consideró estas pruebas como humillantes. Los propios artilleros se negaron a efectuarlas y el arma de Infantería se sumó a este plante. En Cataluña comenzaron a funcionar las primeras Juntas en el otoño de 1916. La figura principal de este movimiento sería el coronel del Regimiento Vergara de Barcelona, Benito Márquez. En diciembre ya existía el primer reglamento de la Junta de del Arma de Infantería. En mayo del año siguiente, el capitán general de Cataluña, Alfau, arrestó a los principales protagonistas porque se negaron a disolver las Juntas. Pero ante el aumento de la tensión con el Manifiesto de las Juntas, donde se recogían las quejas de los militares y se llegaba a amenazar con liberar a los detenidos, el gobierno cedió y se ordenó liberar a Márquez y demás arrestados.

Tenemos que tener en cuenta que el movimiento de las Juntas militares gozó, al principio, de cierto predicamento social, desde algunos periódicos y tribunas de opinión, y el propio monarca no desaprobaba claramente a estos militares.

El ministro La Cierva maniobró para dividir a los junteros al aceptar algunas de las reivindicaciones de tipo técnico o militar, aunque no las de contenido político. Pero el gobierno liberal de García Prieto era contrario a las Juntas por considerar que se inmiscuían en asuntos que sólo competían al poder civil. Eso le valió su caída. Vueltos los conservadores al poder con Eduardo Dato, y con el veterano Fernando Primo de Rivera como ministro de la Guerra, se reconocieron las Juntas. A cambio, estos militares acudieron en ayuda del gobierno cuando estalló la huelga general de 1917 y en Barcelona se había organizado la Asamblea de Parlamentarios. Los militares no estaban dispuestos a aliarse ni con los parlamentarios contrarios al ya desgastado turnismo y favorables a abrir un proceso constituyente, ni mucho menos con las organizaciones obreras. El propio Juárez se empleó en la represión en Sabadell, aunque en 1918 fue expulsado del Ejército.

En 1922, las Juntas decayeron y fueron disueltas por Sánchez Guerra. Habían perdido su poder y su prestigio inicial, pero, sobre todo, tenían la fuerte oposición de los militares africanistas. Estos militares acusaban a los junteros de cobardes, burócratas e insolidarios con el sufrimiento que padecían los que luchaban en la Guerra de Marruecos.

Eduardo Montagut

La intervención militar en la vida política española en el siglo XIX

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La presencia militar en la vida política española del siglo XIX obedece a un conjunto de causas. Las guerras carlistas dieron un gran protagonismo a los militares. Se convirtieron en elementos imprescindibles para establecer el nuevo sistema político liberal, habida cuenta de la debilidad de la burguesía y el escaso cuando no nulo apoyo popular hacia el cambio político. Los generales, conocidos popularmente como “espadones”, fueron conscientes de su importancia, encontrando en los dos grandes partidos políticos, el moderado y el progresista, así como luego en la Unión Liberal, un lugar destacado, ya que terminaron por liderarlos en muchos momentos. Recordemos la trascendencia histórica de nombres como Espartero, Narváez, O’Donnell, Serrano o Prim.

En este trabajo estudiamos el fenómeno del pronunciamiento en la España decimonónica, una fórmula casi habitual de participación política, especialmente en los reinados de Fernando VII e Isabel II. Aunque los hubo de signo absolutista en los momentos liberales del primer reinado, la mayoría fueron de tendencia liberal para traer la Constitución de 1812. En el segundo los habría moderados, pero, sobre todo, progresistas, dada la tendencia conservadora dominante en el poder del liberalismo español.

El pronunciamiento vendría a ser una sublevación o rebeldía militar que buscaría el apoyo de las fuerzas armadas o de un sector de las mismas, de los partidos y facciones políticas y, por fin, de la opinión pública en la España del siglo XIX. El pronunciamiento pretende la conquista del poder o una rectificación de la línea política del gobierno de turno. Los pronunciamientos solían ser incruentos, con una acción militar indirecta. El pronunciamiento se desarrollaba en diferentes fases. En primer luga,r nacía como complot militar y civil, ya que la presencia de civiles siempre fue muy destacada en los pronunciamientos. Una vez que se había puesto en marcha se solía sondear a otros militares para que se comprometieran. Otro aspecto importante era el manifiesto, declaración o “grito”, que era el programa donde los que se “pronunciaban” anunciaban sus intenciones, de ahí el nombre de este tipo de sublevación. Por fin, se daba la acción, que solía consistir además de la presentación de ese programa, en la presión más o menos indirecta al gobierno con amenazas veladas, o conquistando directamente el poder. Aunque no solía haber baños de sangre se trataba de un acto violento para acceder al poder frente al mecanismo electoral, aunque éste estuviera muy viciado.

El término de pronunciamiento surgió cuando Riego se pronunció en Cabezas de San Juan contra el régimen absolutista restaurado de Fernando VII en 1820, aunque no sería el primer pronunciamiento, ya que seguramente fue el del general absolutista Elío en 1814. En el Sexenio Absolutista proliferaron los pronunciamientos de signo liberal: Espoz y Mina en 1814, Díaz Porlier (1815), Richart (1816), o el Lacy y Milans del Bosch en 1817, todos ellos fallidos hasta el de Riego. Instaurado el Trienio Liberal, el nuevo régimen se vio atacado por pronunciamientos de signo absolutista, como el de la Guardia Real en el verano de 1822 en Madrid, aunque abundó más el fenómeno de las partidas rurales, precedente del comienzo de la futura guerra carlista. La restauración absolutista a partir de la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis inauguró la Década Absolutista. En esa época hay que destacar el pronunciamiento liberal del coronel Valdés en 1824, los de signo absolutista de Bessières y Capapé en ese mismo año, y sobre todo el liberal de Torrijos en 1831.

La época del Estatuto Real, a partir de 1834, vivió una gran inestabilidad política con pronunciamientos progresistas como los del teniente Cordero y de Quesada en 1835, desembocando en el motín de los sargentos de la Granja en agosto de 1836, que liquidaría este régimen, restableciendo la Constitución de 1812. La reina gobernadora María Cristina terminaría su Regencia por la combinación de la presión militar con la civil, subiendo al poder el general Espartero, liberal progresista, pero de marcado carácter populista y autoritario. Durante su Regencia se pronunciaron O’Donnell, Concha, Narváez y Diego de León en septiembre de 1841. Espartero caería en 1843, teniendo un gran protagonismo en este desenlace la Orden Militar Española.

Los progresistas recurrieron a los pronunciamientos para intentar conquistar el poder durante el monopolio que los moderados hicieron del mismo en la conocida como Década Moderada en el período inicial del reinado efectivo de Isabel II. Al final, el pronunciamiento de O’Donnell y Dulce, conocido como la Vicalvarada (1854), terminó con el domino moderado y permitió el acceso de los progresistas al gobierno, que lo conservarían durante el Bienio Progresista. Este pronunciamiento puede ser considerado como paradigmático por la clara combinación de elementos militares y civiles, con un programa condensado en el Manifiesto de Manzanares y gran apoyo de la opinión pública, cansada de una larga etapa de gobiernos moderados.

La época de la Unión Liberal sería la más tranquila en lo que se refiere a pronunciamientos, a excepción del acontecido en San Carlos de la Rápita en 1860. Pero la etapa final del reinado de Isabel II resucitó la inestabilidad y se dieron muchos pronunciamientos, teniendo Prim un destacado protagonismo en los mismos.

El pronunciamiento supuso un ejemplo de lo que se conoce como pretorianismo, es decir, injerencia del ejército en la vida política interior de un estado empleando su fuerza en beneficio de una facción o partido político. Pero con el tiempo fue creciendo la autonomía militar respecto a las opciones políticas, ganando el militarismo, que terminó impregnando al Estado y a la sociedad.  Efectivamente, el cambio comenzó a gestarse en el Sexenio Democrático. La inestabilidad política con dos regímenes –Monarquía democrática de Amadeo I y Primera República-, las guerras de Cuba y la tercera carlista, y el ímpetu del movimiento obrero y del cantonalismo generó en los cuarteles una nueva opción que pasaba por la defensa de los intereses corporativos de la oficialidad, alejándose de las opciones partidistas. Esta autonomía hacia los partidos y opciones políticas terminaría por triunfar en el sistema canovista de la Restauración. Este nuevo régimen nació por el pronunciamiento de Martínez Campos a finales de 1874, el último gran pronunciamiento del siglo XIX, pero sin la participación de Cánovas del Castillo. El político malagueño no quería que la Monarquía se restaurase de esta forma y tuvo que aceptar los hechos consumados. Los intentos de pronunciamiento de signo más progresista, impulsados por el eterno conspirador republicano que fue Ruiz Zorrilla contra la Monarquía, fueron fracasos rotundos desde el primer momento. Cánovas hizo un esfuerzo para que los militares se mantuviesen al margen del fragor político con evidente éxito, pero el Desastre de 1898 trastocaría esta situación y generaría, junto con otros factores, un creciente militarismo.

Eduardo Montagut

Fuerzas armadas y Constitución de Cádiz

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La Constitución de 1812 dedicó su Título VIII a tratar sobre lo que se denominó “la fuerza militar nacional”. La importancia de los dos capítulos de este Título es fundamental en la historia de España porque diseñaba por vez primera lo que el liberalismo esperaba de las fuerzas armadas. En este trabajo solamente aludiremos al primero de dichos capítulos, sin tratar exhaustivamente la cuestión de la Milicia Nacional.

El nuevo Estado debía contar con una fuerza militar nacional permanente, de tierra y mar para la defensa exterior de España, pero también para la conservación del orden interior, aspecto éste de hondas repercusiones a lo largo de toda la historia contemporánea de nuestro país, ya que se interpretó de dos maneras. Por un lado, la Milicia Nacional se encargaría de preservar el orden constitucional frente a sus enemigos, pero, por otro el liberalismo más moderado o conservador consideró que el ejército debía contribuir al orden público; de ahí el carácter militar con el que nacería la Guardia Civil en la Década Moderada del reinado de Isabel II. La composición de las fuerzas debía ser aprobada por las Cortes, así como el método para levantarlas, es decir, era una materia de tal calibre que era el poder legislativo el competente en esta cuestión. Esto era aplicado a los buques de la denominada marina militar.

Las Cortes eran competentes también en la forma de organización militar, ya que debían aprobar las ordenanzas respectivas, que abarcarían la disciplina, los ascensos, salarios y administración.

Para contar con un ejército y marina modernos había que cuidar la formación, por lo que había que establecer escuelas militares para todas las armas.

Por fin, se estableció la imposibilidad de excusarse del servicio militar.

Como es sabido, en el Trienio Liberal esta Constitución estuvo en vigor. Las Cortes, por su parte, aprobaron dos leyes relativas a las fuerzas armadas. En primer lugar estaría la Ley Constitutiva del Ejército de junio de 1821, y luego la Ley Orgánica de la Armada de diciembre de dicho año. Las Cortes del Trienio reforzaron el control de las fuerzas militares, en la línea marcada por la Constitución.

Eduardo Montagut