La personalidad política de Napoleón III

Igualdad[1]

Uno de los principales personajes del tramo central del siglo XIX fue Luis Napoleón, primero como presidente de la II República francesa y después, como emperador del Segundo Imperio. En este trabajo nos acercamos a una personalidad ambivalente, llena de facetas y que ha generado no pocas polémicas entre los historiadores.

Carlos Luis Napoleón Bonaparte nació en 1808, hijo de Luis Napoleón, hermano del emperador y rey de Holanda. En 1815, con el triunfo de la Restauración, tuvo que marchar a Suiza. El ímpetu juvenil le hizo entrar en la sociedad secreta de los carbonarios, iniciando una etapa de intenso conspirador. En 1832, su vida comenzó a cambiar. En ese año fallecía el conocido como Napoleón II, es decir, el hijo que el emperador había tenido con María Luisa de Habsburgo, por lo que heredaba los supuestos derechos sucesorios napoleónicos, aunque por el momento al joven Luis Napoleón solamente le interesaban las conspiraciones. En 1836 tuvo que exiliarse y en 1840 ingresó en prisión. En 1846 se fugó de la cárcel. Luis Napoleón se convirtió en un personaje propio del Romanticismo.

Al estallar la revolución de 1848 en Francia regresó y consiguió ser elegido diputado gracias a su fama de revolucionario. En contraposición, Luis Napoleón no parece que tuviera una gran preparación intelectual y política. Esta cuestión ha generado un cierto debate por parte de los historiadores. Si para Tocqueville era un mediocre, para Thiers era un cretino. También Zola expresó que su inteligencia era mediocre y en otra ocasión insistió en que era un introvertido. Guizot consideraba a Napoleón III como un iluso. Por fin, Marx llegó a pensar que era una especie de monstruo de la ignominia. Pero conviene matizar esta colección de descalificaciones, ya que hay que tener en cuenta que sí tuvo alguna formación, como lo demuestra su asistencia a la Academia Militar de Suiza, además de que se sabe que dominaba, en cierta medida, la economía política, siendo un decidido defensor del librecambismo, y llegó a escribir un libro, La extinción del pauperismo, con resonancias del socialismo utópico.

Si en economía defendía el librecambismo, en política su liberalismo se diluyó por la defensa de lo que algún historiador ha denominado el “autoritarismo democrático”, como un instrumento para implantar la igualdad frente al supuesto egoísmo burgués, aunque esto lo desmentiría el propio desarrollo del Segundo Imperio. El autoritarismo sería su baza fundamental para hacerse con el poder, ya que, ante el cariz radical del 48, la propia burguesía y los sectores más conservadores de Francia le apoyaron para que accediera a la presidencia de la República y para la reconversión de ésta en Imperio.

El bonapartismo, aunque se basaría en la forma de gobernar de Napoleón, se cristalizó con su sobrino Napoleón III. Se trataría, en consonancia con lo que estamos diciendo, de una especie de sistema de dictadura popular. No sería una monarquía absoluta, sino una especie de monarquía donde se reconocería la soberanía del pueblo, aunque no se tratase de una monarquía constitucional y, ni mucho menos, parlamentaria. Se invocaba, constantemente, al pueblo, a la voluntad popular, a través de los plebiscitos, fácilmente manipulables.

Pero en política exterior, Napoleón fue un férreo enemigo de la Europa de la Restauración y de la Santa Alianza, erigiéndose en defensor de los pueblos oprimidos, como el italiano, aunque luego abandonara a su suerte a los nacionalistas italianos. De nuevo, su ambivalencia. Así pues, fue un conservador defensor del orden en el interior de Francia, y fuera desató su pasión romántica revolucionaria juvenil, aunque no hasta las últimas consecuencias.

Esta ambivalencia también se puede observar en la evolución política del Segundo Imperio francés. Algunos historiadores dividen la historia del mismo en dos: en una primera etapa, el gobierno imperial tendría un carácter claramente autoritario y, a partir de 1859, el signo político sería más liberal, aunque, para otros historiadores solamente sería liberal muy al final.

En conclusión, lo que sí parece claro es que se trató de un político titubeante que cambió sus políticas con cierta frecuencia y que se caracterizó por tres aspectos: su autoridad nació de la usurpación, siguió una política exterior de prestigio y, por último, siempre fue receloso de las asambleas y parlamentos.

Eduardo Montagut

España en sus Constituciones

CARMEN ROMERO. Escenificacion de la proclamacion de las cortes de 1812. Cadiz

Proclamación de las Cortes de 1812 en Cádiz

El Estatuto Real de 1834 no perfilaba ninguna definición de España porque, en realidad, era una convocatoria de Cortes Generales y regulaba su organización y composición. Las dos Constituciones del reinado de Isabel II -1837 y 1845- tampoco definían lo que era España. Al parecer, el liberalismo español no consideró necesario especificar lo que era España, después de lo dispuesto en la exhaustiva Constitución gaditana. Le importaba más la organización y relación entre los distintos poderes y la cuestión de los derechos, formulándose, en este sentido, dos modelos, el progresista y el moderado, dándose por hecho que España era una Monarquía.

El liberalismo democrático español, consagrado en la Constitución de 1869, sí formuló explícitamente la forma de gobierno porque definía en su artículo treinta y tres que era una Monarquía. Creemos que, en la “Revolución Gloriosa”, el bloque dominante liberal-democrático veía la necesidad de remarcar el principio monárquico frente a la presión del bloque republicano, que había presionado mucho desde las juntas revolucionarias y tenía una importante representación parlamentaria.

El primer republicanismo español elaboró el Proyecto Constitucional federal de 1873. Ya en su título preliminar se habla de España como una República, al afirmar que en la misma toda persona veía asegurados todos los derechos naturales. Pero, además, el artículo treinta y nueve afirmaba que la forma de gobierno de la nación española era la República federal, definiéndose, en otro lugar cuáles eran sus componentes. Como es sabido, esta Constitución no entró en vigor.

El sistema político diseñado por Cánovas del Castillo rescató, con algunas diferencias importantes, muchos de los aspectos del régimen isabelino. La Constitución de 1876 no presentaba novedades en relación con las Constituciones de 1837 y 1845 en lo referente a la definición de España, es decir, se volvía a considerar que no era necesario especificar nada porque se había restaurado la Monarquía y con eso bastaba.

La II República abrió una nueva etapa política en España. En el primer artículo de la Constitución de 1931 se define al país como “una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia”. Pero, además, la República era un Estado integral, compatible con la autonomía de municipios y regiones, es decir, pretendía terminar con el centralismo clásico del liberalismo español, aunque en un sentido distinto al federal de 1873.

Como es sabido, la dictadura franquista no elaboró una Constitución, término y concepto que formaba parte de las concepciones políticas consideras como anatemas por la misma. Pero sí se elaboraron siete leyes fundamentales. Pues bien, en la Ley de Principios del Movimiento Nacional del año 1958 se definía a España como “una unidad de destino universal”, recogiendo el programa del fascismo español, ya que en el punto segundo de los Veintisiete de la Falange se definía a España de esa manera, pero su significación es harto compleja y ha movido a muchas interpretaciones, algunas de ellas rozando la ironía, aun dentro del mismo régimen. La definición, en realidad, no era operativa, quedando casi como un homenaje a José Antonio Primo de Rivera. Más importantes fueron, en esta cuestión, otras dos Leyes Fundamentales. La Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado del año 1946 dejaba claro que España era un Reino, además de un Estado católico, social y representativo, justificando dicha definición utilizando el argumento de la tradición histórica. Por su parte, la Ley Orgánica del Estado de 1967 establecía, por su parte, en su primer artículo, que el Estado Español era la primera institución de la comunidad nacional, recordando su condición de Reino, un Reino sin monarca, aunque habría uno cuando desapareciera Franco, como regulaba exhaustivamente la anterior disposición.

Por fin, la Constitución de 1978, estipula que España se constituye en un “Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. Además, la forma política del Estado español es la Monarquía Parlamentaria. La definición de España terminaba perfilándose con la organización del Estado en municipios, provincias y Comunidades Autónomas, cuestiones tratadas en el Título VIII.

Eduardo Montagut

El liberalismo doctrinario en España

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Durante el reinado de Isabel II se produjo la división del liberalismo en dos grandes tendencias, moderada y progresista, aunque su origen se puede rastrear ya en el Trienio Liberal. En este artículo intentaremos acercarnos a las ideas y planteamientos de la primera que, sin grandes variaciones, terminaría siendo la que informaría al conservadurismo de la época de la Restauración.

El liberalismo moderado o doctrinario pretendía conciliar los intereses de la alta burguesía con los de la nobleza y alto clero, que terminaron por conformar la oligarquía española dominante durante el resto del siglo XIX menos en la época del Sexenio Democrático. En este sentido, las libertades se supeditaban al mantenimiento del orden público, la seguridad de las personas y, sobre todo, de la propiedad. Por eso siempre tendieron a limitar el reconocimiento y la garantía de los derechos individuales, especialmente la libertad de imprenta o de expresión. En esta misma línea estaría la creación de la Guardia Civil en 1844, cuerpo de seguridad con misiones civiles, pero con estructura militar, para mantener el orden, especialmente en el medio rural.

El liberalismo moderado era partidario del más puro centralismo en la organización del Estado con instituciones fuertes y que defendieran el principio de autoridad frente a cualquier intento revolucionario o de conflicto social.  El papel del gobernador civil sería primordial, al ser el representante del poder central, acumulando amplias atribuciones o competencias en asuntos políticos, administrativos, electorales, judiciales y fiscales, y haciendo cumplir las órdenes que establecía el gobierno a través del Ministerio de la Gobernación. El poder municipal, por su parte, debía estar controlado. En este sentido es paradigmática la Ley de Administración Local de 1845. Los alcaldes de las capitales de provincia y principales municipios serían nombrados por el gobierno, y el resto por el gobernador civil correspondiente. En relación con el País Vasco y Navarra se mantuvieron sus fueros, pero sus instituciones vieron recortadas algunas de sus funciones. La uniformidad legal y judicial se consolidó con la promulgación del Código Penal de 1848, así como con la imposición del sistema métrico decimal frente a la diversidad de pesos y medidas del Antiguo Régimen.

Frente al principio liberal de la soberanía nacional, el liberalismo doctrinario aportaba el de la soberanía compartida entre las Cortes, representantes de la nación, y la Corona, que era la encarnación de la Historia. Este hecho permitía un gran poder a la segunda. La Constitución de 1845 otorgaba a la Corona la iniciativa legal, el nombramiento y separación de ministros, y el poder para disolver las Cortes. El bicameralismo establecía una cámara alta, el Senado, cuyos miembros eran nombrados por el rey. Este hecho permitía a la Corona poder frenar el posible mayor radicalismo del Congreso de los Diputados sin tener que intervenir directamente.

El liberalismo moderado era partidario del más restrictivo sufragio censitario. Solamente una minoría tendría derechos políticos, ya fuera para votar, ya para ser elegido. La ley electoral de la Década Moderada establecía que solamente podían votar para las elecciones al Congreso de los Diputados unos 100.000 españoles. Para ser elegible se exigían, por lo demás, condiciones económicas muy estrictas.

En materia religiosa siempre defendió el entendimiento con la Iglesia Católica y la Santa Sede, después del evidente deterioro de las relaciones que supuso la desamortización eclesiástica y las políticas de los progresistas. El Concordato de 1851 selló la reconciliación entre el Estado español y la Iglesia Católica. Este Concordato no devolvió los bienes ya desamortizados, pero suspendió las ventas que no se habían realizado y permitió la devolución de lo no vendido. España reconocería al catolicismo como la única religión legal, y se establecía la obligación de financiar y sostener a la Iglesia española. Por fin, ésta conseguía un inmenso poder en materia educativa.

Los moderados diseñaron la reforma fiscal liberal que supuso la racionalización de hacienda, centralizando los impuestos en manos del Estado y estableciendo claramente una imposición directa sobre la propiedad, aunque predominó la tributación indirecta, los famosos consumos, que gravaban los productos de primera necesidad, siendo profundamente injustos y fuente de constantes conflictos sociales.

Eduardo Montagut

Doctor en Historia

Manuel Azaña en el Partido Reformista

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En este artículo pretendemos acercarnos al primer Azaña político que se desarrolló en paralelo a su intensísima actividad intelectual, y que comienza a ser activo en el reformismo en la segunda década del siglo XX

Las intensas preocupaciones intelectuales de Azaña le condujeron al compromiso político. En su tesis doctoral sobre la responsabilidad de las multitudes, presentada en 1900,  realizó una defensa del derecho de las mismas a alzar la voz para reclamar, ya que, solía basarse en algo que en justicia se le debía, un aspecto harto interesante en el momento en el que las masas comenzaban a reclamar un lugar en el sistema político liberal, además de las crecientes reivindicaciones obreras.

Azaña pertenecía al Ateneo desde el año 1900. En la institución se destacó en varias ocasiones por enfrentarse a la Generación del 98 y al regeneracionismo, criticando la inoperancia de ambos al no comprometerse clara y firmemente con los cambios políticos que necesitaba España. Posteriormente, insistiría en esta crítica en unos artículos de “La Correspondencia de España”. Azaña estaba defendiendo que había que actuar, que no bastaba con el ejercicio intelectual. Dos años después disertó sobre la libertad de asociación en la Academia de Jurisprudencia, en la que ya planteó la necesidad de que el Estado regulase las órdenes y congregaciones religiosas, respetando siempre el derecho a la libertad de enseñanza. Pero, además, Azaña se destacó en esta institución por debatir sobre la legitimidad de los sistemas políticos, defendiendo que solamente lo eran si contaban con un alto grado aceptación. Azaña defendió profundos principios democráticos como el sufragio universal, la soberanía nacional, algo que, en realidad no existía en su época, ya que la Constitución de 1876 consagraba la compartida entre la Corona y la Nación, las instituciones verdaderamente representativas, la libertad de mercado y el derecho de asociación de los obreros. Precisamente, esta idea entroncaría con la parte más social de su ya creciente compromiso político. Nos referimos a sus relaciones con los socialistas de Alcalá de Henares en aquella época y luego en 1911 cuando dio una conferencia titulada El problema español en la Casa del Pueblo, y donde intentaba vincular o articular la cultura con la política. Sin negar que la educación era importante, Azaña quería una reforma profunda del Estado para que fuera realmente democrático, requisito imprescindible para coinicidir con Europa. Esto solamente se podía hacer si los ciudadanos actuaban, conscientes de sus derechos pero, sobre todo, de sus deberes, frente a los poderes sociales que controlaban o mediatizaban a España. Sin lugar a dudas, todas estas ideas y actuaciones de Azaña planteaban claramente la imperiosa necesidad de transformar un ya obsoleto Estado liberal en otro plenamente democrático. Azaña, fiel y consecuente con lo que defendía, daría el salto a la política, a la actuación práctica. Eso llegaría dos años después, en 1913.

Efectivamente, ese año fue clave en la vida de Azaña. Por un lado, fue elegido secretario del Ateneo de Madrid en una candidatura que presidía Romanones, un cargo en el que estaría hasta 1920. Pero en ese año, sobre todo, es fundamental su ingreso en la política al entrar a formar parte del Partido Reformista de Melquíades Álvarez, fundado el año anterior. El nuevo partido político nació como una formación con vocación ideológica democrática, laica y gradualista. Agrupaba a republicanos que no estaban adscritos a ningún partido concreto, profesionales liberales, muchos de ellos ligados a la Institución Libre de Enseñanza y al krausismo. Las ideas del reformismo se manifestaron en la revista España. En 1913 se publicó el “Prospecto de la Liga de la Educación Política de España”, manifiesto impulsado entre otros por Ortega y Gasset y Azaña, a favor de crear una élite que fomentase el avance del verdadero liberalismo y la democracia. Era, en realidad, un texto que apoyaba el programa del Partido Reformista.

Ya dentro del Partido Reformista Azaña pronunció un discurso en el mes de diciembre de 1913 en el que reafirmó sus ideas sobre la democracia parlamentaria, el laicismo, la importancia de emprender activas políticas sociales y culturales y la necesidad de combatir el caciquismo. Azaña quiso presentarse por Alcalá en las elecciones de 1914, pero al final desistió. En ese momento estalló la Gran Guerra, y Azaña se posicionó claramente a favor de la causa aliadófila, entrando en las intensas polémicas que se generaron en España. Pero lo más interesante de esta polémica es que sirvió a Azaña para seguir reafirmando sus ideas. La resistencia francesa ante el casi arrollador avance alemán estaría vinculada, según su opinión, a que el patriotismo estaba estrechamente relacionado con la virtud cívica. Visitó los frentes de guerra en Francia, y posteriormente, en Italia. En la Primera Guerra Mundial comenzó su interés por los temas militares, de tan hondas repercusiones posteriores e inmediatas, porque le sirvió para dictar una serie de conferencias en el Ateneo y preparar un proyecto de publicaciones al respecto, además de ser encargado por el Partido Reformista para la elaboración del programa de reforma militar en España.

Azaña no tuvo éxito electoral con el Partido Reformista. En 1918 fracasó en su pretensión de salir diputado por el distrito electoral de Puente del Arzobispo. Anteriormente, había desistido de presentarse por su localidad natal, Alcalá de Henares. Tampoco consiguió ser elegido en 1923, en una elección especialmente conflictiva.

Eduardo Montagut

Las reformas militares de Azaña

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Las reformas militares emprendidas por Manuel Azaña como ministro de la Guerra fueron las más importantes de la Historia contemporánea española hasta ese momento. Y, aunque generaron polémica, fueron las que menos se intentaron rectificar, curiosamente, por el centro y la derecha cuando estuvo en el poder en el siguiente bienio de la República.

En este artículo nos centraremos en las primeras reformas, las más urgentes y emprendidas en la primavera y verano de 1931 antes de la aprobación de la Constitución. En un segundo trabajo hablaremos de las políticas emprendidas de más profundo calado y que buscaban cambiar completamente las Fuerzas Armadas en España.

Al llegar la República el Ejército español había decrecido en efectivos de reemplazo, tendencia que venía produciéndose desde los últimos años veinte, una vez que se había terminado la Guerra de Marruecos. Pero esta lógica disminución al encontrarse el país en paz no se acompañó de la consiguiente disminución del número de oficiales. Se estaba ante un Ejército con una extraña relación entre oficialidad y tropa, ya que era, al parecer, el segundo europeo con menos soldados por oficial. Pero, además, el nivel de instrucción y profesionalidad de los oficiales era, como media, muy bajo, con lógicas excepciones. Había tantos oficiales por razones políticas. Las guerras del 98 y la de Marruecos habían promovido a muchos mandos, pero luego no se había establecido ninguna política para prescindir de su exceso a través de retiros bien remunerados. Tenemos que tener en cuenta que para los hijos de las clases medias el ingreso en el Ejército, accediendo a la oficialidad, era una salida profesional cuando no se tenían muchos medios económicos propios. Esto generó un creciente gasto militar pero no para la modernización de las Fuerzas Armadas sino para pagar las nóminas. Además, como no había casi tropa que mandar, muchos oficiales estaban dedicados a tareas burocráticas como simples funcionarios.

Las unidades militares españolas no estaban muy bien preparadas ni organizadas, salvo las que estaban destinadas en África donde se habían curtido en complejos y durísimos combates. El Ejército peninsular se había dedicado a tareas de represión del movimiento obrero y no estaba preparado para las funciones de la guerra moderna, precisamente en momentos en los que la estrategia y la táctica militares comenzaban a cambiar de forma radical. El armamento estaba obsoleto y era de principios de siglo, sin aportaciones modernas sustanciales. A pesar del esfuerzo de algunos pioneros sobresalientes la Aviación española se encontraba casi en su infancia.

Por fin, el Ejército había incrementado su presencia en la vida política española desde el Desastre del 98, habiendo culminado esta intervención con el golpe de 1923 y la consiguiente Dictadura.

Azaña era consciente que el Ejército español necesitaba un cambio profundo, buscando dos objetivos. En primer lugar, había que crear un Ejército al servicio de la República, del Estado, sin intervenciones en la política. En segundo lugar, debía racionalizarse y reorganizarse su funcionamiento y estructura.

No era el primero que había intentado emprender reformas militares de envergadura. Ya en la transición del siglo XIX al XX hubo personajes como el general Cassola y Canalejas que intentaron cambios importantes con poco éxito. Pero Azaña estaba en otro régimen político con férrea voluntad de emprender transformaciones profundas. Para ello, contó con buenos colaboradores como los generales Ruiz-Fornells, Goded y el comandante Hernández Saravia. El equipo se puso a trabajar casi frenéticamente para sacar una serie de decretos en la primavera y verano de 1931, como hemos apuntado anteriormente.

El primero de ellos, ya de una fecha tan temprana como el 22 de abril, exigía la promesa de la fidelidad a la República, forzando a los muy monárquicos a abandonar. Muy pocos renunciaron, realmente, y eso no supuso, ni mucho menos, que la mayoría de la oficialidad fuera sincera en la lealtad al nuevo régimen; simplemente primó el continuar en su puesto y oficio. Tres días después se publicó el Decreto de retiros extraordinarios. Se pretendía aligerar la abultada plantilla de oficiales. Los que se acogieran a lo dispuesto mantendrían sus haberes. En este caso se acogieron más oficiales, especialmente los menos capacitados, por lo que mejoró bastante la calidad profesional media. Otras consecuencias favorables fueron que permitió reorganizar mejor las unidades y ofreció más posibilidades de promoción a los que se quedaron. Desde el punto de vista estrictamente militar fue un éxito, pero el objetivo político no se cumplió, porque entre los retirados no sólo hubo monárquicos sino también muchos militares más progresistas y republicanos que vieron en esta disposición una salida vital a una situación profesional difícil dentro del Ejército, al estar rodeados de militares muy reaccionarios.

En los meses de mayo y junio se dio un conjunto de Decretos que reformaron intensamente la organización militar. Se mantuvo la unidad de división, aunque se redujeron las existentes y la Aviación pasó a ser un cuerpo militar independiente del ejército. También se reformaron las Regiones Militares, ya que pasaron a ser divisiones orgánicas y comandancias. También desparecieron las Capitanías Generales. El Ministerio de la Guerra experimentó profundos cambios internos, por su parte. El Ejército de África también fue reformado en el mes de julio.

La justicia militar fue completamente reformada porque debía estar en consonancia con la unidad de jurisdicción que la Constitución terminaría por establecer. El gobierno abolió la Ley de Jurisdicciones, que había puesto bajo la justicia militar los delitos cometidos por civiles contra la Patria y el Ejército, y que había generado tanta polémica cuando se promulgó en tiempos de Alfonso XIII. Además, la jurisdicción militar se supeditó a la civil porque pasó a depender del Ministerio de Justicia, en línea con la idea de unas Fuerzas Armadas al servicio del Estado. El Tribunal Supremo asumió las funciones del suprimido Consejo Supremo de Guerra y Marina. Hasta los fiscales militares pasaron a depender del fiscal de la República.

También había que reformar el sistema de reclutamiento, aunque ya había hecho algo Canalejas. Ahora se pretendía que los soldados de reemplazo permaneciesen un año, aunque los universitarios y bachilleres solamente prestarían un período de instrucción de un mes. En todo caso, se mantuvo el sistema de redención del servicio mediante dinero, aunque solamente se aplicaría a los seis meses de servicio activo.

La política de los destinos y ascensos, que tanta polémica había generado en su momento cuando surgieron las Juntas de Defensa, debía cambiar. La reforma inmediata que había aligerado la sobrecarga de oficiales permitía ahora abordar una nueva reglamentación de las escalas eliminando el clasismo que imperaba. Había que primar la antigüedad en relación con los destinos, aunque el del más alto mando, es decir, el de los generales debía depender de las decisiones del poder civil, del ministro de la Guerra. Las Cortes aprobarían una Ley que determinó el pase a la reserva de los generales que no hubieran tenido destino en seis meses, un mecanismo legal que permitía retirar algunos militares de dudosa lealtad. En relación con los ascensos se optó por la anulación de los que se habían producido en tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, afectando a unos trescientos militares. La Ley de Reclutamiento y Ascensos de la Oficialidad, del mes de septiembre de 1932 confirmó todo lo establecido en esta materia en los primeros meses de existencia del régimen republicano, pero, sobre todo, estableció un baremo para determinar los ascensos, y que pivotaba sobre los criterios de antigüedad y capacitación profesional. Además, en la línea con la lucha contra el clasismo, que planteamos anteriormente, se estableció una única escala en la que se incluían a los oficiales de carrera y a los de tropa.

La reforma de la enseñanza militar fue otro objetivo de la República, habida cuenta de la preocupación para formar oficiales capaces. Azaña cerró la Academia General de Zaragoza, que dirigía el general Franco. En julio de 1931 se creó el Centro de Estudios Superiores Militares, para atender a la formación de coroneles y generales. Se mantuvieron las Academias de Toledo y Segovia.

La República creó el Cuerpo de suboficiales y refuerzo de la escala de complemento. Se convirtió en un recurso para Azaña porque así podía disponer de efectivos para el mando sin volver a sobredimensionar las plantillas de profesionales. Pero, además, convertir en suboficiales a determinadas clases de tropa permitía mejorar la situación de amplios sectores del Ejército, muy castigados o menospreciados en el pasado, y que por sus orígenes y condición eran potencialmente más proclives al nuevo régimen que los oficiales de siempre.

Azaña fue consciente de las gravísimas carencias materiales del Ejército español. La República quería modernizar las armas, pero el presupuesto no daba para mucho. Comprar armas y material en el extranjero era una opción muy poco viable, por lo que se optó por fomentar la producción nacional. En febrero de 1932 se aprobó una Ley que creaba el Consorcio de Industrias Militares, que pretendía agrupar y coordinar la producción de las fábricas existentes en España para estimular la producción. Pero en este campo no se avanzó mucho por los evidentes problemas económicos del momento.

La derecha española y la oficialidad más reaccionarias criticaron con extrema dureza algunos de los aspectos de estas reformas, especialmente la reducción de personal porque veían que se pretendía terminar con los militares monárquicos. El propio Azaña tuvo una parte de responsabilidad en la polémica porque, aunque siempre pretendió la modernidad y un sincero interés en convertir a las Fuerzas Armadas en efectivas y al servicio del Estado, no se caracterizó por la diplomacia verbal y por buscar entendimientos. Azaña, como casi todos los políticos republicanos, no confiaba en gran parte de la oficialidad, aunque tenía poderosos motivos para no hacerlo. Azaña sufrió una intensísima campaña difamatoria en los medios más reaccionarios y conservadores. El malestar de un sector de la oficialidad se canalizaría a través de la Sanjurjada de 1932 y alimentaría la conspiración militar contra la República.

Eduardo Montagut