Gibraltar durante el siglo XIX

Gibraltar

En el presente trabajo abordamos la situación de Gibraltar en el siglo XIX, marcada por la debilidad de España y la importancia estratégica que el Peñón adquirió para los británicos dentro de su organización imperial. Por último, comprobaremos el origen de la identidad gibraltareña al calor de la conversión del Peñón en colonia.

El siglo XIX comenzó para Gibraltar con más guerra. El Peñón se convirtió en un elemento fundamental para que Inglaterra asentase su dominio definitivo en el mar sobre Francia y España, como se puso de manifiesto con la victoria de Trafalgar en 1805, ya que la plaza jugó un papel clave. La inmediata guerra de la Independencia tuvo, por su parte, consecuencias fundamentales para la historia de Gibraltar y para España.  La línea de muralla que se había construido casi un siglo antes frente al Peñón fue derribada en el año 1810 por los zapadores ingleses, con el permiso de las autoridades españolas, para que no fuera utilizada por los franceses cuando llegaran a la zona.

El derribo de la línea defensiva permitió a los ingleses iniciar un proceso de expansión territorial ante la debilidad de España. Para ello, se emplearon siempre excusas sanitarias. A causa de las epidemias de 1814-15, 1829 y 1854, las autoridades españolas permitieron que se instalasen barracones e infraestructuras sanitarias en la zona denominada “campo neutral”, pero, una vez pasado el peligro, esas instalaciones pasaron a ser militares, con lo que, a mediados del siglo, Inglaterra ya había ocupado todo el istmo. España protestó por cauces diplomáticos ante estos abusos evidentes, pero con nulo éxito.

En el mar pasó algo parecido. Hasta los años veinte del siglo XIX, existía una especie de acuerdo tácito entre los dos países por el que se aceptaba la distancia de 400 metros como límite de las aguas gibraltareñas. Pero el naufragio de dos buques ingleses el 7 de diciembre de 1825 cambió radicalmente la situación. Londres declaró que las aguas jurisdiccionales gibraltareñas pasarían, a partir de entonces, a ser las comprendidas entre el puerto de Gibraltar y Punta Mala. España protestó, pero no consiguió revertir la situación. Unos años después, Palmerston, a la sazón secretario de Asuntos Exteriores, afirmó que eran los cañones de Gibraltar los que le otorgaban el dominio de sus puertos, plasmación muy gráfica del poder británico frente a una potencia de segundo orden. En 1865 se firmó una declaración sobre navegación en las aguas del Estrecho, pero muy favorable a los intereses de los contrabandistas gibraltareños frente a los posibles apresamientos por parte de los españoles. En 1880 se llegó a un acuerdo que permitió cierta convivencia en la bahía de Algeciras. Gibraltar se convirtió para Londres en un punto fundamental en su estrategia de control del Mediterráneo, gracias a una serie de enclaves que formaban una línea que iba desde el Peñón, pasaba por Malta y Chipre y llegaba hasta el Canal de Suez. Gibraltar abrió una estación carbonera para abastecer a los barcos británicos, siendo muy importante en la Primera Guerra Mundial. En 1894 se empezó la construcción de unos astilleros.

La situación jurídica de Gibraltar cambió en el año 1830 cuando los británicos decidieron otorgarle el estatuto de colonia. Ya no sería “ciudad y guarnición de Gibraltar en el Reino de España” sino que pasaba a ser “colonia de la Corona de Gibraltar”. La Carta concedida a Gibraltar permitió la creación de un Tribunal Supremo y de una policía civil. Se pretendía establecer una división de poderes entre el ejecutivo, en manos del gobernador, y el poder judicial. Por otra parte, Gibraltar ya no dependería de las autoridades militares sino del Ministerio de las Colonias. Los cambios jurídicos no fueron muy bien aceptados por los militares. En los años cuarenta del siglo XIX, el gobernador Gardiner se empeñó en mantener la condición militar de la plaza y se enfrentó a la población civil, especialmente en la cuestión del contrabando, la principal fuente de riqueza de la colonia. Gardiner consideraba un escándalo el volumen de este negocio fraudulento porque enturbiaba las relaciones con España y generaba serios problemas con la tropa por la cuestión de los sobornos. Durante toda la segunda mitad del siglo XIX continuó el intenso debate sobre el carácter jurídico de la plaza, pero no se varió su condición establecida en 1830. La creación de la colonia tiene una importancia histórica capital porque es el origen de la identidad gibraltareña, ya que la población civil fue consciente de su creciente poder e influencia y permitió que se consolidasen sus derechos.

Eduardo Montagut

Gibraltar en manos inglesas

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Gibraltar desde Ceuta

En la Guerra de Sucesión española la escuadra anglo-holandesa al mando del almirante sir George Rooke llegó a Gibraltar en 1704, sitiando la plaza por tierra y por mar. La guarnición era muy escasa, y el día 4 de agosto de ese año se rindió. Los ingleses izaron su bandera en nombre de la reina Ana. Felipe V se apresuró a intentar recuperar una plaza tan estratégica. El encargado de la tarea sería el marqués de Villadarias, pero la expedición no se coronó con el éxito, a pesar de contar con nueve mil soldados españoles más tres mil franceses, así como con el apoyo de la flota del conde de Tolosa. Los factores que explicarían este fracaso serían, por un lado, el dominio marítimo inglés, pero, por otro, las lluvias y enfermedades que asolaron al ejército hispano-francés. Desde el primer momento, se puede comprobar que la clave militar que ha permitido siempre a Inglaterra mantener Gibraltar en su poder ha sido su dominio del mar, que facilitaría el abastecimiento de hombres, armas y víveres a la plaza. Villadarias fue relevado por el mariscal Tessé, que intentó un nuevo asalto por tierra, fracasando de nuevo.

El Tratado de Utrecht de 1713 ratificó el dominio perpetuo inglés sobre Gibraltar:

“El rey católico, por sí y por sus herederos, y sucesores, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno. Pero para evitar cualesquiera abusos y fraudes en la introducción de mercancías […] la dicha propiedad se cede a la Gran Bretaña si jurisdicción alguna territorial y sin comunicación abierta con el país circunvecino por parte de tierra […]”

Los Borbones consideraron la recuperación de Gibraltar como una de sus máximas prioridades en el siglo XVIII, pero con nula fortuna, aunque no siempre el fracaso debe ser achacado al poderío británico, ya que, como veremos a continuación, otros intereses diplomáticos se interpusieron y fueron considerados más importantes en determinados momentos, especialmente los vinculados a Italia

Jorge I ofreció Gibraltar a Felipe V en el año 1718 si éste se incorporaba a la Cuádruple Alianza y abandonaba sus pretensiones de recuperar los territorios italianos perdidos al terminar la Guerra de Sucesión. Pero ese momento coincidió con varios triunfos militares españoles en Cerdeña y Sicilia y se declinó el ofrecimiento. Cuando la situación militar cambió y los ingleses ocuparon Vigo, se impuso una reflexión en la corte madrileña. El monarca fue manipulado por la diplomacia británica con una táctica dilatoria, ya que el embajador Stanhope aseguraba a la corte española que el rey Jorge deseaba un acuerdo con el rey Felipe pero que la opinión pública y el Parlamento se lo impedían. Esta política permitió ganar tiempo a los ingleses, aunque terminó por cansar a las autoridades españolas, que comprobaron que era imposible obtener la plaza por medios diplomáticos.

La guerra se declaró en 1727 y se inició un segundo sitio con veinticinco mil soldados, al mando del conde las Torres. Pero la falta de una poderosa flota frente a la británica volvió a ser determinante y se fracasó. El sitio fue levantado después de la firma del Acta de El Pardo del 6 de marzo de 1728. Por este acuerdo, España aceptaba lo estipulado en su día en Utrecht, a la espera de las decisiones que se tomaran en el Congreso de Soissons. De nuevo, la diplomacia británica supo imponerse.  Al constatar el empeño de la reina Isabel de Farnesio por conseguir un trono italiano para su hijo el infante Carlos, futuro Carlos III, los británicos apoyaron ese deseo y consiguieron que el problema de Gibraltar dejara de ser una prioridad española durante mucho tiempo.

Durante la Guerra de los Siete Años, los franceses y los británicos intentaron atraerse a Fernando VI, y se llegó a ofrecer la plaza de Gibraltar, pero ni esa promesa consiguió cambiar la política oficial de neutralidad practicada durante dicho reinado.

Los intentos de recuperar Gibraltar se revitalizaron con el rey Carlos III. El tercer sitio se estableció en el marco de la participación española en la Guerra de la Independencia norteamericana. El general Álvarez de Sotomayor con catorce mil hombres y la flota de Antonio Barceló generaron un serio problema para Inglaterra en Gibraltar. En la plaza había unos dos mil hombres al mando de Elliot pero, de nuevo, el poderío naval inglés se impuso, ya que el 16 de febrero de 1780, el almirante Rodney derrotó a la flota española.

Carlos III no se rindió y, una vez que hubo conseguido recuperar Menorca en febrero de 1782, decidió bloquear Gibraltar con las tropas victoriosas que habían participado en Mahón, comandadas por el duque de Crillon. La operación que se preparó fue de una gran envergadura: cuarenta mil hombres e importantes obras de ingeniería militar. Fue el conocido como “gran sitio”. Pero, una vez más, España fracasó cuando las “baterías flotantes”, inventadas por un ingeniero francés, se incendiaron. Por el Tratado de Versalles, del 3 de septiembre de 1783, se confirmó la recuperación de Menorca, el dominio sobre Florida y Honduras, aspectos muy positivos para los intereses españoles, pero Gibraltar quedó en manos británicas, a pesar del empeño diplomático español. Los ingleses eran conscientes de la importancia estratégica de la plaza y el nuevo siglo se lo confirmaría.

Eduardo Montagut

La creación de las Uniones Sagradas

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Al estallar la Gran Guerra se produjo un fenómeno político muy similar entre los principales contendientes de ambos bandos. Las fuerzas políticas y sociales cerraron filas alrededor de la causa militar, considerada como común, aunque conviene tener en cuenta las peculiaridades de cada sistema político, ya que entre los beligerantes había democracias desarrolladas frente a otros sistemas autoritarios y hasta casi una monarquía absoluta.

Si comenzamos por las democracias, Francia vivió una clara convergencia de los partidos políticos a la hora de apoyar la guerra contra Alemania. Esta casi unanimidad estaba fundamentada en el profundo revanchismo que se había alimentado durante décadas por la derrota de Sedán y la pérdida de la Alsacia y Lorena, uno de los factores clave del antagonismo profundo hacia Alemania. Las formaciones políticas se agruparon bajo la “Unión Sagrada”, cuyo objetivo era salvar a Francia del considerado su peor enemigo, por encima de las claras divergencias ideológicas. En esta unión también estuvieron los socialistas, recién asesinado Jaurès por un fanático nacionalista y que tanto había luchado por el pacifismo. Por su parte, es significativo que los sindicatos no convocaran la huelga general contra la guerra.

Aunque en Gran Bretaña se produjo también una clara corriente patriótica y de unión ante la guerra, no se produjo el mismo grado de unanimidad que en su principal aliado. Es cierto que la oposición conservadora frenó sus críticas hacia el gobierno liberal de Asquith, pero dos ministros de dicho gobierno dimitieron y un sector del laborismo liderado por Ramsay McDonald se opuso con decisión a la entrada de los británicos en el conflicto.

En Alemania funcionó algo parecido a la “Unión Sagrada” francesa. Todos los partidos del Reichstag votaron los créditos de guerra, incluido el SPD, que no hizo ningún llamamiento a la huelga general. Los sindicatos y la patronal acordaron una tregua mientras durase la guerra. Solamente un sector de la izquierda, con Liebcknecht a la cabeza, mantuvo un radical rechazo al conflicto. En Alemania, las pulsiones autoritarias se acrecentaron con el estallido de la Gran Guerra. Los militares habían demostrado en el verano de 1914 su poder presionando al gobierno para que optase por una política intransigente en la crisis internacional. A medida que la guerra avanzaba, el poder militar se hizo cada vez más presente en la vida política.

Las constantes tensiones nacionalistas que padecía el Imperio Austro-Húngaro se eclipsaron por un tiempo ante la guerra, surgiendo una especie de nacionalismo común desconocido hasta el momento.

Por último, en la Rusia zarista, el sistema político europeo más autoritario, la guerra también suscitó un inicial entusiasmo general. En la Duma se apoyó la entrada de Rusia en la guerra, aunque los mencheviques y bolcheviques se opusieron con energía, siendo detenidos algunos de ellos. Por su parte, la conflictividad social disminuyó considerablemente, reduciéndose el número de huelgas.

Cuando se vio que la guerra iba a ser larga y se empezaron a sufrir sus terribles consecuencias humanas y económicas, comenzó a resquebrajarse la inicial unanimidad entre las fuerzas políticas y sociales de cada país contendiente. En otros trabajos estudiaremos esta evolución política y social.

Eduardo Montagut