La necesidad de límites
Por Rosa Amor
Para toda una generación de adolescentes y jóvenes, esta frase simbolizaba, en las paredes de 1968, la rebelión contra todas las prohibiciones absurdas y represivas que imponían, en aquel momento, una mayoría de padres, profesores, educadores, etc., seguros de su buen derecho. El tiempo ha pasado. Si tuviéramos que promover una revolución hoy en día, sería la revolución de los límites, porque los niños y adolescentes ya no se asfixian en la camisa de fuerza de una educación demasiado rígida, sino que se tambalean -para muchos de ellos- ante el vacío. La de una vida sin puntos de referencia ni brújula, la de un mundo que ya no está marcado por nada, por falta de adultos capaces de explicar claramente las leyes y garantizar, mediante una presencia educativa firme y tranquilizadora, que se respeten. Desde el punto de vista de sus consecuencias, este vacío educativo no tiene nada que envidiar a la antigua camisa de fuerza. A su manera es igual de destructivo.
Los psicoanalistas que reciben niños pueden comprobarlo por sí mismos, los psicólogos y educadores lo vemos a diario. Una nueva generación de pequeños pacientes puebla ahora sus consultas. Está formado por niños pequeños (en edad de ir al jardín de infancia o a la escuela primaria). Todos ellos presentan síntomas incapacitantes y curiosamente idénticos: dificultades de aprendizaje o socialización, problemas de comportamiento, «retrasos». Y todos ellos tienen en común que no tienen antecedentes familiares lo suficientemente graves como para justificar sus trastornos.
¿Qué es lo que sufren estos niños entonces? El trabajo realizado con ellos y sus padres lo revela rápidamente: una ausencia de «límites». Esto se manifiesta de tres maneras. No están lo suficientemente «capacitados ni apoyados» para ser independientes o autosuficientes. A los 5 o 6 años, no son capaces de gestionar la vida cotidiana por sí mismos (aunque serían perfectamente capaces de hacerlo). Seguimos lavándolos, vistiéndolos, etc. Su «lugar» nunca se les ha aclarado. Por ejemplo, participan en la vida matrimonial de sus padres. Las reglas en la vida cotidiana son todas elásticas y poco claras.
El trabajo con estos niños es a menudo muy positivo y visible. En efecto, cuando sus padres comprenden rápidamente la necesidad de «enderezar la vara», generalmente bastan unas pocas sesiones para que estos pequeños pacientes recuperen sus plenas capacidades, su recorrido y, lo que no es nada desdeñable, su alegría de vivir. Estos ejemplos demuestran claramente que, al contrario de lo que creen los padres que tienen miedo de establecerlos, los límites no son una cuestión de formación y represión. Por el contrario, son un factor de desarrollo del niño.
En primer lugar, porque estos límites les permiten construirse a sí mismos. Un niño nunca crece de forma «natural». Para ello, necesitan a sus padres (o a los adultos que ocupan una posición parental). ¿Por qué lo hacen? Porque «avanzar» implica que el niño debe, en cada etapa, poner sus cartas sobre la mesa, aceptar abandonar el nivel cómodo, agradable y tranquilizador que ha alcanzado, y arriesgarse a subir las escaleras para llegar al piso superior. Esto requiere un esfuerzo comparable al de un deportista que intenta superar su récord actual.
Al mismo tiempo, implica la capacidad de enfrentarse a la incompetencia momentánea, con todo lo que ello envuelve. Abandonar la tranquilizadora seguridad de las «cuatro patas» por la inestabilidad de la bipedestación es una aventura en la que uno puede dudar en embarcarse. Por tanto, es necesaria una «ayuda» de los padres. Es importante que le expliquen, le tranquilicen y le animen, pero también, cuando consideren que su hijo está preparado, que le obliguen a seguir adelante: «No es mañana. Es ahora mismo. ¡Adelante! Tú puedes hacerlo.
Su papel es tanto más decisivo cuanto que, para un niño, «el que no dice nada, consiente». Por eso, cuando sus padres le dejan procrastinar, dudar, estancarse, suele interpretar su silencio como una prueba de que no le creen capaz de ser «mejor» y esto influye en la construcción de su narcisismo, en el sentimiento que tiene de su valor. Este narcisismo no viene del cielo. Es afrontando las dificultades y demostrándose a sí mismo que puede superarlas como el niño adquiere confianza en sí mismo. Si nunca tienes éxito en nada, ¿cómo puedes estar orgulloso de ti mismo?
Los límites son también indispensables para que se sienta seguro: no puede sentirse protegido por adultos que no son capaces de imponerle la más mínima norma. Pero también son esenciales para que comprendan las leyes sociales y sean buenos ciudadanos de adultos.
Hoy en día, preocupa el aumento de la delincuencia y se intenta (mediante diversos experimentos) frenarla actuando sobre los adolescentes que la protagonizan. Desgraciadamente, generalmente es demasiado tarde para atajar el problema a esa edad, porque los delincuentes no se «hacen» a los 12 años, sino a los 2, 3, 4 o 5 años.
No sólo a través de «buenas palabras», sino a través de acciones, a través de reglas establecidas en la vida cotidiana sobre todas las cosas de la vida, por pequeñas que sean. De tal manera que le permitan comprender con su cabeza, pero también con su cuerpo (su sensibilidad, etc.), el respeto del mundo y de los demás. Pero la integración por parte del niño de las normas interhumanas presupone también dos cosas: que los adultos le muestren que ellos mismos están sujetos a ellas y las respetan. De lo contrario, el niño, convencido de que los adultos utilizan su fuerza para «hacer la ley» a su antojo, tratará de hacer lo mismo cuando crezca… Y de que esos mismos adultos no se contentan con «decir» las normas, sino que se dan los medios para hacerlas cumplir. Porque una norma que no se cumple no es una norma sino un deseo piadoso. Y las consecuencias de esta distorsión del sentido son siempre graves.
Nuestra sociedad parece haber perdido este sentido común básico. Y esto es lamentable porque, junto a la violencia física o psicológica -que es perfectamente condenable- existe otra forma de violencia más sutil, pero igualmente destructiva: la del «dejar hacer”, que abandona al niño, sin puntos de referencia, a sus impulsos. Poner límites a sus hijos y hacer que los respeten no es sólo un derecho de los padres. Es un deber -vital para el niño- de la educación.
La moda de los «consejos psicológicos» y la importancia -justificada- que se le da a la conversación hace que cada vez más padres confundan «educación» con «conversación». Así, en las consultas o en lo que nos rodea, vemos a muchos padres y madres «prevenidos», atados por este discurso y reducidos, ante su hijo, a una impotencia destructiva para todos: «Le hemos dicho mil veces que no tire el plato al suelo cuando ya no lo quiere, pero lo hace igual». ¿Qué podemos hacer?
Es como si, en el horizonte de cualquier idea de «sanción» o «castigo», asomara ahora el espectro del abuso. Esta distorsión del significado tiene graves consecuencias. Explicar el motivo de una prohibición y su importancia es, en efecto, fundamental. Pero, ¿cómo pueden los niños creer en esta importancia si pueden romper repetidamente la regla sin que pase nada? Marcar la gravedad de la transgresión con un castigo es, para los padres, poner sus palabras en consonancia con sus actos. Por lo tanto, no está siendo abusivo, sino sólo coherente.
DEPARTAMENTO DE EDUCACIÓN
Directora: Rosa Amor del Olmo