En la sociedad de consumo, nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de ser un artículo vendible. Esta es la materia de la que están hechos los sueños y los cuentos de hadas de una sociedad de consumidores: transformarse en un producto deseable y deseado.
Se conforman así individuos malcriados por el facilismo del mercado de consumo, donde de cada elección se hace una transacción única, sin obligaciones a futuro, un gesto no vinculante, riesgo mínimo, responsabilidad reducida, un modelo de discapacidad social.
Aparecen los seres aferrados al rol de objeto. Fetichismo de la subjetividad basado en una ilusión.
Se tiende a sacar a la luz la similitud monosintomática, anulando la diferencia donde las partes tienen derecho a tratarse entre sí como tratan a los objetos de consumo.
Ya Barman nos decía que la sociedad actual es “ahorista”, radica en adquirir, acumular, eliminar, y reemplazar. Compre, disfrútelo y tírelo. Donde el consumismo no se dirige a la gratificación de deseos sino a un aumento del volumen y la intensidad de ellos. Potenciando la inestabilidad de los mismos, la insaciabilidad de las necesidades de una cultura acelerada cual encadenamiento de presentes.
La falta de dinero ha comenzado a competir con la falta de tiempo. La ilusión de dominar el tiempo, encapsular el “ahora”, tranquiliza. La cultura es “presentista” y pone el énfasis en la velocidad y la efectividad, no valora ni la paciencia ni la perseverancia.
El uso lingüístico de expresiones como “no tener tiempo”, “perder el tiempo”, “ganar tiempo”, denotan el grado de importancia que se invierte en las acciones individuales para igualar la velocidad y el ritmo del tiempo, convirtiéndose en la preocupación más frecuente del sujeto, desgastante y perturbadora. Sino se consigue igualar esfuerzo y recompensa se produce un “complejo de inadecuación” que es la grave dolencia de la vida moderna.
Este complejo sólo es superado por la sensación de “vivir intensamente”. Aquí la satisfacción experimentada sobrevive a la causa.
La causa se olvida y se recuerda el gusto de la alta intensidad y la confirmación de la capacidad personal de estar a la altura del desafío inmediato planteado.
La cultura consumista se caracteriza por la presión constante de ser alguien más. Cambiar la identidad, esforzarse por volver a nacer como si lo que fuimos ayer no pudiese impedirnos ser algo diferente hoy. Identidades renovables.
La eternidad no es valor ni objeto de deseo, sino la tiranía del momento. Durabilidad desvalorizada.
El sujeto vive en estado de fuga permanente y el pasado no tendrá la menor oportunidad de alcanzarle. Buscar el yo real, es pura diversión, a condición de que nunca lo encontremos. Porque si lo encontramos, la diversión terminaría.
El despilfarro consumista tapona el aburrimiento, “no aburrirse nunca” es un parámetro de vida exitosa. Ya Kierkegaard trató sobre “el hombre inmediato”, aquel cuya conducta era la de un buscador de placeres continuos y compulsivos, no sólo por el presentismo de una vivencia que necesita ser satisfecha ya, sino en el sentido de quien no es capaz de ganar distancia de perspectiva alguna de su vida, ni pasada ni futura. Experiencia de vértigo y de éxtasis, producida al salir de sí la persona para trascenderse su propio yo. Difuminar las fronteras del yo, romper los límites de la conciencia, para entrar en un más allá por la vía rápida de la anulación personal e incluso de la muerte anticipada.
Pero el vértigo tiende una trampa existencial que devuelve al sujeto a la caverna desnuda de su realidad, una y otra vez, con dolorosa obstinación.
Despertar para volver a dormir, alargar el sueño artificial para volver a lo real, para volver a empezar un ciclo sin solución de continuidad.
Cuando en el círculo faltan los proyectos y la ausencia de ideales, todo ello hace que la persona se encierre en sí misma. Un día se descubre eliminando el malestar de su vida con una poderosa voluntad de ser feliz pero sin reconocerse a sí mismo, así como si el yo no fuera el propio yo, sino el yo de los otros.
Afirmar el yo mediante el acto libre de elegir ser dependiente, quiere ser yo pero lo destruye al hacerlo depender de algo o alguien que no es su yo.
Comienzan así las conductas dopantes como un anestésico contra la fatiga de vivir y una escapatoria para aplazar a un eterno mañana la asunción de las responsabilidades personales cotidianas.
La sociedad se acostumbra y acepta como políticamente correcto la muleta farmacológica para sobrellevar cualquier malestar físico o psíquico. Vivimos una “cultura adictiva al dopaje”. Las adicciones a las pastillas son la nueva esclavitud que tiene enganchada a media humanidad en el siglo XXI.
Si pensamos en las innumerables personas que se automedican sin prescripción médica o que solicitan a los médicos los fármacos que ellos desean ingerir, nos podremos hacer idea del enorme problema de falta de sentido de la vida que arrastran tantas personas en nuestra sociedad y sin apenas enterarnos. Como decía Paracelso, la diferencia entre medicina y veneno está en la dosis.
Podemos hablar de una mentalidad dopante ambiental, cuya finalidad es transformar la angustia en felicidad, en esperanza y dar un sentido existencial al vacío.
Los males más frecuentes de la sociedad de consumo son, la depresión, el cansancio depresivo, la falta de sentido vital, la hiperactividad y la incapacidad de mantener la identidad.
Los sufrimientos humanos más comunes en la actualidad suelen producirse a causa del exceso de posibilidades más que del exceso de prohibiciones.
La oposición entre lo posible y lo imposible ha reemplazado a la autonomía de lo permitido y lo prohibido.
La sociedad de consumidores ha transformado el motivo de las depresiones, antes las provocaban el terror a la acusación de inadaptación por transgredir reglas, en definitiva una depresión por neurosis causada por el horror a la culpa, hoy día es sustituida por una depresión provocada por el terror a ser inadecuado. Por cada “no debe” hay un “deber ser”.
Por todo ello, el nuevo espíritu del capitalismo nos fabrica unos héroes de la modernidad dopados para poder representar su función de bobos engatusados con promesas fraudulentas y engaños, seducidos, arrastrados y manipulados por fuerzas subrepticias, pero ajenas, con patrones de comportamiento a la medida de los mercados.
Hay tres mensajeros del bienestar, serotonina, noradrenalina y dopamina, que pueden ser incrementados con sustancias o con comportamientos. Producen un efecto de condicionamiento por vía dopaminérgica que asocian la sensación de placer/ ausencia de dolor al momento y al acto, entorno en el que se realiza la conducta, de forma que basta la simple presencia de una dificultad de ese entorno para disparar la necesidad incontrolable de autoadministrarse la conducta o el fármaco.
Vivir dopado crea la ilusión de un significado pero tiene un efecto de retorno, aparece el vacío y hay que rellenarlo de nuevo.
El psicoanálisis intenta cambiar la pastilla por la palabra, que el esclavo del fármaco y de sí mismo, se conozca más allá de su adicción. Que aprenda por la palabra a utilizar sus propias capacidades para existir. Poder atreverse a ser lo que se es.
Belén Rico