«En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios», reza la cita bíblica…
Todo era una utopía. La noche se echaba encima y las conversaciones continuaban. La falta de luz no impedía continuar la charla, sin tiempo. El instante se dilataba entre copas y palabras animadas. Compartíamos un espacio común en un jardín, en Maroua. Un grupo de académicos –después de impartir sus correspondientes cursos de doctorado a futuras generaciones de cameruneses ávidos de conocimientos–, nos reunimos en un bar, al aire libre, alrededor de una mesa baja y con varias 33, la cerveza imbricadora durante mi estancia en ese país. El paso de las horas se difuminaba, luz mortecina y voz persistente. Siempre la palabra: puente entre gentes variopintas.
«Y al principio fue el Verbo…». Durante uno de mis viajes a La Habana, invitada como profesora de Lengua, me mezclé con personas oriundas de ese país, consciente del hableteo inconmensurable, de la cantaleta que se oía a diestro y siniestro.
Era verdad: la palabra se constituía en eslabón de diferentes; aquí la cerveza cedía al mojito y a todos nos hacía más locuaces, más dicharacheros. Nos gustaba hablar y hablar de todo; los cubanos y los cameruneses arreglan el mundo, su mundo, hablando. Buscando el “esplendor en la hierba” que canta el grupo Pink Martini, tal vez, animando al regreso del campo, de la paz idílica en una forma de ‘beatus ille’.
Advertía en todos nosotros una mezcla de fantasía y realidad, magia, sueño, ilusiones y anhelos igual que si estuviéramos bajo el baobab, contando leyendas y cuentos de nuestra propia cultura, unas narraciones que configuraban nuestro ser y nuestro estar.
Siempre la palabra, inspiradora y prometedora. Tan potente con ese carácter fundacional… (Continuará)
Pilar Úcar