Palabras con sabor a naftalina
Por Pilar Úcar
Imaginemos que esta semana de inicio de curso me presento a mis alumnos así:
“es menester que no hagan novillos socapa de penalización en las notas”. Su cara de pasmo sería más que notable, y no me equivoco al afirmar que pensarán: “pero, a esta profesora, ¿qué le pasa? ¡le ha dado un flus!”… un parraque, el siroco, un chungo, un aire, dirán otros -coloquialmente hablando- ¡Qué importante es el registro idiomático!
Bien: probemos con este otro principiar académico: “conviene no faltar a clase para que no bajen las calificaciones”. Seguro que repuestos del susto, se dirán con la mirada: “ah, que no nos podemos fumar la clase”.
Eso del menester y la capa y los novillos formaron parte de un vocabulario añoso, hoy en desuso y fácilmente sustituible; en todo acto comunicativo se trata de no provocar equívocos; por muchos sinónimos que busquemos: hacer pellas, pirula, picarse la clase…si el receptor no está “en la onda”, es decir, no comparte código, el mensaje no cala, no se puede ni cifrar ni descodificar.
Palabras como fetén, debuti o dabuti (del caló: buten) vivieron momentos de gloria; incluso aquel sobretodo (sí, junto, nada que ver con sobre todo): nos referimos al gabán que todo lo cubría y hoy con poco glamur la palabra, se prefiere la más sofisticada: trench; del timador pelagatos o el piscolabis, que nos mantenía en pie, ha llovido mucho también. Ser un donnadie, un mindundi, entre otros, campan con soltura.
En la memoria, en la noche de los tiempos permanecen esas expresiones y esos términos viejunos, con cierto sabor a rancio, pasados de moda, igual que las prendas que nuestras sabias abuelas guardaban cuidadosamente en el armario envueltas en plástico y con bolitas de naftalina hasta sacarlas a relucir la nueva temporada.
FILOLOGÍA Y LENGUA ESPAÑOLA
Directora Pilar Úcar Ventura