La palabra de los jóvenes, hoy

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Escuché a mi hijo, en el coche, de la universidad a casa, llamar “¡¡cerda!!” por el móvil a una compañera suya y casi frené en seco del susto. Pasmada esperé a que terminara el mensaje, siempre en un tono afectivo y cariñoso a su amiga Irene a la que yo también conozco. Y él, veinteañero “power tranquilito”, me explicó el modo de empleo de dicho apelativo: se dirige así a su amiga de manera afectuosa, porque son “best friends”; muda todavía, pensé qué palabra emplearía para algún compañero o compañera que no fueran santos (ni santas) de su devoción. Paradojas del idioma.

Dando vueltas al tema, y atenta a las canciones que escuchan nuestros jóvenes, con letras que lucen agresividad, melodías vejatorias e insultantes, al margen de ritmos, me malicio que a fuerza de repetirlas, cubata en mano y a puro brinco desarticulado durante el ocio vespertino y nocturno, el cerebro interioriza y el lenguaje reproduce: léxico soez, música desalmada, palabras malsonantes, expresiones provocativas… Todo un cuadro peyorativo, un hilo narrativo muy derogativo. Tout à fait normal. Su comunicación pertenece a un nuevo universo, marcado por la inmediatez. Si algo se tiene que explicar, mal.

Parece que el meollo de la cuestión radica en estar en el ajo, es decir, formar parte del lío y dominar las condiciones y requisitos que impone el uso de ese microlenguaje, todo un idiolecto, en apariencia propio y privativo de la juventud, ¡divino tesoro!, cuyos códigos lingüísticos se han de conocer para pertenecer al grupo.

Si no, vas de cráneo. De ahí mi sorpresa mayúscula ante el insulto, que pensé, le estaba propinando mi hijo a su amiga.

Y yo me planteo: ¿qué me estoy perdiendo? ¿Qué se me escapa? Como madre, como profesora…Dejo las preguntas abiertas  (Continuará).

Pilar Úcar

El socialismo español frente a los títulos nobiliarios en la Segunda República

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La abolición de los títulos nobiliarios se ha producido en varias ocasiones y en distintos países en la época contemporánea. En realidad, las revoluciones liberales, en una interpretación completa del principio de igualdad, no contemplarían estas distinciones hereditarias, aunque se mantuvieron como un ejemplo más la alianza entre la burguesía y la nobleza, especialmente en los regímenes que siguieron siendo monárquicos, aunque fuesen constitucionales o parlamentarios. Solamente en la antigua América hispánica, al calor de la independencia, las nuevas republicas abolieron unánimemente los títulos. En Argentina lo fueron en 1813 por la Asamblea del Año XIII, cuatro años después ocurría lo mismo en Chile. La Constitución de la desaparecida República Federal de Centro América del año 1824 no reconocía título alguno, y el ordenamiento constitucional de El Salvador posterior confirmó la prohibición de cualquier distinción hereditaria. En México hubo que esperar a la Constitución de 1854, confirmando lo allí estipulado en la de 1917. La Constitución uruguaya de 1830 confirmó lo establecido en la Asamblea del Año XIII. El caso peruano fue el más complejo, ya que era el país que más títulos tenía, dada su vinculación con el Virreinato. José de San Martín pensó en sustituir los títulos de origen español por otros nuevos, pero la llegada de la república desbarató esta pretensión. Bolívar daría la puntilla final a cualquier intento de establecer una nueva nobleza.

En Francia, los títulos no fueron abolidos hasta 1790. Pero Napoleón fomentó la creación de una nueva nobleza, con la concesión de más de dos mil títulos, con una nueva jerarquía. La Revolución de 1848 volvería a abolir los títulos, que fueron restaurados por Napoleón III en 1852.

El período de entreguerras fue otro momento de auge de aboliciones de los títulos de la nobleza por las Revoluciones rusas, por el desplome de los antiguos Imperios centrales y el establecimiento de nuevas repúblicas. Después de lo establecido en Rusia, habría que citar el caso de Austria en 1919, ya desaparecido el Imperio austro-húngaro, aunque Hungría los permitió hasta después de la Segunda Guerra Mundial, ya que mantuvo la condición de reino. La República de Weimar tampoco reconoció los títulos.

En este contexto habría que enmarcar lo que dispuso la Constitución de la Segunda República, y la crítica socialista a los títulos nobiliarios. Efectivamente, los títulos fueron abolidos por la Constitución de 1931. En su artículo 25, dentro del Capítulo Primero de Garantías individuales y políticas del Título III, referido a Derechos y deberes de los españoles, se establecía que no podrían ser fundamentos de privilegio jurídico la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas, por lo que, a continuación, se decía que el Estado no reconocía distinciones ni títulos nobiliarios. Pero antes, el Gobierno Provisional habría decretado que no se reconocerían los títulos nobiliarios, y no se podrían utilizar en documentos públicos.

Los socialistas comentaron este decreto en El Socialista del 3 de junio de 1931. El PSOE enmarcaba esta disposición dentro del objetivo general de democratizar el país. En este sentido, se seguía la política emprendida en otros estados, como el alemán citado, buscando nivelar las jerarquías sociales. Aunque este decreto pudiera parecer algo secundario, los socialistas pensaban que poseía una gran carga moral. Acabar con los títulos suponía terminar también con los “lacayos y con las libreas”. Un criado era menos criado en casa de un rico que en la de un noble, aunque fuera pobre. Y eso era así, siempre, según el artículo de opinión, porque los títulos habían creado una especie de “superpersonaje” ante el cual la gente temblaba. Los títulos eran el penúltimo vestigio del feudalismo porque el último era la tierra, aunque también desaparecería con la anunciada reforma agraria. Cuando a la nobleza se le quitasen sus cotos de caza y sus títulos, como lo que se estaba haciendo en ese momento, desaparecería una “institución milenaria”. En un régimen republicano los títulos nobiliarios suponían una ofensa porque constituían un resto monárquico, un anacronismo. Ahora los nobles comprenderían que España era una República.

El texto periodístico aludía con tintes ácidos a los títulos concedidos recientemente por el rey Alfonso XIII por considerarlos un verdadero chiste. Así era calificado el título de duque concedido a Gabriel Maura, hijo de Antonio Maura, y que se habría dado supuestamente para halagarle. También se aludía al título concedido a Berenguer. El rey creía que dando títulos conservaría partidarios, es decir, fidelidad y apoyos a cambio de prebendas, según la interpretación socialista.

Al respecto, nos parece muy recomendable la consulta del trabajo de Miguel Artola Blanco, “Los años sin rey. Imaginarios aristocráticos durante la Segunda República y el primer franquismo (1931-1950)”, en Historia y Política. Ideas, procesos y movimientos sociales (2016).

Eduardo Montagut

La palabra que hostiga

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Mi anterior colaboración acababa muy inquietante…hoy quiero describir algo que ocurre a nuestro alrededor, un cerco presente, una especie de asedio lingüístico reflejo de otro social, perverso, acuciante y dañino, con preferencia hacia colectivos “vulnerables”, como se denominan ahora: un eufemismo que no esconde la cruda realidad identificadora del grupo desfavorecido, débil, indefenso…de todo eso, algo sabemos las mujeres: “pobrecitas desvalidas y abandonadas” mascullan algunos con sarcasmo e ironía, con resabios de creencia digerida e interiorizada durante décadas. Me refiero al acoso verbal, al que se ejerce con la palabra. Público y privado. En la calle, en el trabajo, en el ámbito doméstico, en los colegios, en las instituciones públicas. Ha de ser desterrado por completo y para siempre: sin rastro del daño que ocasiona a sus víctimas: un hostigamiento que adquiere diferentes formas léxicas a modo de piropo, por ejemplo.

Sobre todo si el que lo profiere pertenece a un rango jerárquico superior de la persona que lo recibe. Palabra asediante de machirulos que compadrean acerca de una compañera en su ámbito laboral, sin ella pedirles su opinión sobre su físico, apariencia… ese “trato” verbal acompañado de un “tonillo”  sospechoso, con elementos extralingüísticos que añaden caza y cañoneo. Palabras, actitudes y comportamientos tan frecuentes, tan “sociales” que suponen una regresión al primate, al modo carpetovetónico de tantos referentes conocidos.  A quienes ejercen el “acoso verbal”, los retrata.

No resulta raro suponer que estos adultos obedecen a patrones aprendidos de niños, porque así lo han vivido en el núcleo familiar a lo largo de los años de crecimiento escolar y afectivo.

Conviene, pues, proteger y salvaguardar los derechos individuales, escuchar a aquellas personas que se sienten acosadas, perseguidas con la palabra ajena, ofensiva y vejatoria.

Qué interesante va a resultar prestar oídos a nuestros jóvenes… (Continuará)

Pilar Úcar

Sobre la defensa del Reglamento

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Hace unos días se celebraron las elecciones para elegir las mesas de las Secciones del Ateneo de Madrid, con resultados muy igualados pues casi todos los candidatos rondaron los 200 votos. Fundamentalmente había dos grupos, en concreto el 1820 y el que se denominó “En defensa del Reglamento”, aunque este último es una alianza de varios, muy dispares entre sí.

Tiene especial mérito que el Grupo 1820 en el poco tiempo que lleva constituido haya conseguido ganar las elecciones a la Junta de Gobierno del pasado mayo (6 puestos de 6) y varias Secciones el pasado octubre. Todo un récord que indica la satisfacción de sus votantes con su programa, tanto de socios veteranos como recientes.

Sin duda los votantes de 1820 también hemos tenido en cuenta que partimos de una situación crónica de desmotivación que se ha visto reflejada durante los últimos años en la pérdida de varios miles de socios y que ha permitido la monopolización de la institución por grupos de 50 o, a lo sumo, 100 socios. Véase en este sentido los resultados electorales de los últimos años.

Respecto de la coalición “En defensa del Reglamento” llama la atención que algunos de sus principales líderes no hayan ganado la presidencia de las Secciones a las que se presentaban, lo que indica una significativa desviación de una parte del voto que en teoría debería haberles respaldado. ¿Fuego amigo?.

En cuanto a la denominación utilizada por esta coalición, esto es, “En defensa del Reglamento”, su utilización como título y cartel electoral parece un intento de monopolizar las esencias del motor jurídico del Ateneo y, por ende, del Ateneo mismo. Me recuerda a los que quieren monopolizar la bandera española por entender que los que no piensan como ellos no son verdaderos españoles.

Desde Arco siempre hemos defendido, y seguimos defendiendo, que cualquier reforma del Reglamento debe hacerse sin alterar los valores y principios que son propios de la Docta Casa desde su fundación en 1820. Y tras analizar los programas y discursos de los diferentes colectivos que campean por el Ateneo, hemos llegado a la conclusión de que el que mejor puede garantizar el respeto de esos valores y principios del Reglamento, tanto si se modifica como si no, es el Grupo 1820.

Sin embargo, no caemos en el error de pensar que sólo nosotros queremos defender esos valores y principios, pues esa concepción exclusivista denotaría una preocupante carencia democrática. Por ello mismo, rechazamos a los que demonizan, insultan o descalifican a los adversarios. Quienes así actúan no son dignos de llamarse ateneístas ni de invocar el Reglamento.

Las ateneístas que nos hemos reunido en torno al Grupo 1820 apostamos por la tolerancia, por el respeto a los demás, defendemos los valores ilustrados y favorecemos todo impulso que permita abrir a la sociedad civil un Ateneo con un amplio abanico de ofertas políticas, culturales, científicas y literarias.

Ana Pulido Benito es Vicepresidenta de Arco y Socia del Ateneo

SUPREMO CONSEJO DE HAGION

Palabra y emociones

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Los humanos somos seres emocionales. Acudo a Tomás Moro para añadir, que somos emoción “a todas las horas”. Dueños o no de ese sentimiento intenso que nos invita a pensar, aprender, querer y aborrecer. Emoción como sinónimo de afecto. Lo contrario, insensibilidad. Gracias a la palabra conectamos, emocionalmente, con los demás. Agasajamos al prójimo si lo hacemos partícipe de palabras y de esta manera formamos una cadena de eslabones que se engarzan como las emociones… a flor de piel. Es la palabra, pues, la que consigue plasmar silencios contenidos, pasiones experimentadas, intimismo e intimidad, sin bravuconería, ni intimidación…

Según Oatley, el concepto de ‘emoción’, resulta un término relativamente nuevo, empleado en ciencia y literatura para distintos contextos comunicativos; a través del lenguaje se accede a las emociones.

Si nos detenemos en revisar su etimología, encontramos que emoción viene del latín emotĭo: «movimiento o impulso», «aquello que nos mueve hacia”; sabedores también de que las emociones actúan como depósito de influencias innatas y aprendidas, de alguna manera podemos afirmar que poseen características invariables, y otras que muestran cierta variación entre individuos, grupos y culturas, parafraseando a Levenson.

Por otro lado, el lenguaje, reflejo de la mente humana y canal de transmisión del pensamiento, se nos ofrece como un modo de hacer tangibles las emociones y así lograr  un reconocimiento familiar y cálido, un premio que nos llega de la voz del otro como una mano tendida al corazón.

El idioma crea y dirige sentimientos y emociones, de ahí que la mejor forma de trabar conocimiento con el otro, con los demás, próximos o no, es con el lazo de la palabra. Toda una suerte y un lujo poder y querer usar las palabras.

Alejemos, entonces, el hostigamiento y el acoso; solo exhibición afectiva y afectuosa. Mucha emoción.

(Continuará…)

Pilar Úcar

 

 

«El rostro en la ceniza» de Sánchez Pintado

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En la foto Sánchez Pintado durante su intervención

El viernes 29 de octubre pudimos disfrutar de un interesante coloquio, patrocinado por la Agrupación Agustín Argüelles en el Ateneo de Madrid, sobre los personajes del libro «El rostro en la ceniza» de Fernando Sánchez Pintado. Además del autor, intervinieron José Antonio García Regueiro, Enrique Sammer y José Lázaro.

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